domingo, 28 de febrero de 2010

Evolución (y 4). Diseño... ¿inteligente?

Comencemos intentando resumir brevemente la reflexión de un ciudadano medio con algunos conocimientos sobre evolución biológica: “ciertamente, la observación de los intrincadísimos mecanismos biológicos - y no hace falta ir tan lejos como la mente humana – me produce una sensación de asombro y de maravilla que a menudo hace surgir en mi mente el pensamiento: “esto no se ha podido formar sólo”. Si, a continuación, reflexiono algo más profundamente sobre los mecanismos de la evolución, me vuelvo a convencer ligeramente de que… bueno, quizá sí… quizá la selección natural podría desembocar en tales complejidades pero… a su ritmo habitual, sumando pequeñísimas variaciones, necesitaría un tiempo casi infinito”.

Puede que aquí esté el meollo del problema en la comprensión y aceptación de la evolución: nuestra falta de intuición para ciertas escalas temporales. El planeta Tierra tiene unos 4.500 – 4.800 millones de años y se piensa que la vida debió surgir hace casi 4.000 millones de años. ¿Nos parecen pocos ó suficientes para que la evolución haya llegado hasta su situación actual? Es difícil razonar ante tales magnitudes. Pero unos sencillos experimentos mentales nos harán comprender que 4.000 millones de años es mucho, muchísimo tiempo… Piense usted que toda la historia humana (imperios que se alzan y caen, culturas que florecen y se abandonan, religiones que aparecen y desaparecen,…) queda englobada en los últimos 10.000 años, desde que aprendimos agricultura y ganadería en el Neolítico (para ser precisos, la Historia, entendida correctamente desde la aparición de documentos escritos, comienza después). Imaginemos diez veces ese período; daría tiempo a que toda la cultura e historia de los hombres ocurriera diez veces. Y ahora, multipliquemos de nuevo por diez. Y otra vez. Y otra vez. Y una vez más. Y, finalmente, cuadrupliquemos ese ya inmenso número de años. Este es el tiempo que ha tenido la vida para evolucionar. ¿Parece ahora demasiado escaso? Nuevo intento: otra forma de verlo, clásica, es “empaquetar” estos 4.000 millones de años en un solo año, conservando las proporciones entre las eras; en este esquema, el Homo sapiens aparecería sobre el planeta el 31 de diciembre, unos quince minutos antes de las campanadas de fin de año; descubrimos la ganadería y la agricultura minuto y medio antes, y toda la Historia escrita cabe en ese último minuto. Si se piensa con detenimiento, el vértigo está asegurado…


De todas formas, dentro del sentimiento general de asombro ante la complejidad y perfecta adaptación de los seres vivos a sus ambientes, no deja de sorprender, de forma opuesta, la existencia de órganos vestigiales (los que aparecen en los seres vivos pero no son funcionales; son heredados de antepasados que sí los utilizaban) y soluciones anatómicas y fisiológicas a problemas adaptativos una tanto “chapuceras”, que no tendrían sentido si la evolución no fuera la responsable del proceso. Más claro: si usted tiene algún amigo con tendencias creacionistas - que piensa que Dios nos creó tal como somos, “de una vez” - y lo quiere poner de los nervios, tan sólo pregúntele por qué tenemos dedos en los pies. O por qué existen músculos en las orejas si no las movemos (bueno, algunas personas aún pueden hacerlo; pero no usemos la excusa para calificarlas de más “primitivas”, ¿eh? Eso no vale). O por qué en un órgano tan sofisticado como el ojo, el nervio óptico – que lleva la información visual al cerebro - arranca de una zona central de la retina, creando más o menos en el centro de la zona visual un punto ciego (gracias al cerebro, que rellena el hueco visual, no vemos la realidad con una zona oscura en el centro). O por qué, si estamos tan perfectamente diseñados, padecemos tantos dolores de espalda, nos desgarramos con facilidad los cartílagos de las rodillas o desarrollamos el síndrome del túnel carpiano por escribir a mano o al teclado - la razón para todo ello es la misma: los huesos de la espalda, de la rodilla y de la muñeca surgieron en seres acuáticos hace cientos de millones de años, y ni peces ni anfibios caminaban sobre dos piernas… ¡ni les dio por intentar escribir con la aleta o la pata (¿se lo imaginan?)! -. Los ejemplos son numerosos. Pero si quiere desquiciar del todo a su amigo creacionista, acabe su exposición haciéndole la clásica pregunta de si piensa que Adán y Eva tenían (o no) ombligo. O, mejor, no se lo pregunte si quiere conservar esa amistad.
Pero no todo en el creacionismo es lectura literal de la Biblia. Una forma más depurada de creacionismo que ha hecho dudar de Darwin incluso a algunos profesores universitarios en Estados Unidos es el llamado diseño inteligente. Uno de sus defensores lo explicaría, más o menos, así: “en los seres vivos existen innumerables mecanismos complejos, integrados por múltiples partes en una forma que, si una sola de dichas partes desapareciera, el mecanismo completo quedaría inutilizado (pensemos en la cascada de coagulación de la sangre o en cualquier ruta bioquímica mínimamente compleja). El surgimiento por evolución, de forma gradual, de un sistema de este tipo, supondría la aparición de cada una de las partes del mecanismo por separado; pero como el mecanismo no resulta útil al organismo si no está completo, la propia evolución eliminaría estos “sistemas parciales”, que no sirven para nada y cuya sola existencia supone un gasto de materia y energía. Por tanto, el mecanismo completo ha de haber surgido de una vez y no por evolución gradual”.


Así, de sopetón, a algún lector podría parecerle que la teoría tiene sentido; pero ya verá cómo descubrimos que en su base hay un desconocimiento importante de cómo funciona la evolución. A ver si consigo explicarlo: si en la célula existe un mecanismo biológico “ABCD”, que cumple hoy día una función determinada, es, en efecto, muy probable que al eliminar una de sus partes (A, B, C o D) quede inutilizado. Pero, hace millones de años, cuando dicho mecanismo aún no existía, la evolución no se propuso crear el mecanismo ABCD; el proceso evolutivo no busca nada: ni la cascada de coagulación de la sangre, ni una determinada ruta bioquímica, ni el sistema ABCD. Se mueve a ciegas. La célula, sencillamente, va acumulando variaciones siempre que supongan una mínima ventaja para la supervivencia. Probablemente los componentes del mecanismo ABCD comenzaron a existir de manera independiente y con funciones diferentes de las actuales. Pre-A serviría para una cosa, Pre-B para otra… Pero cada una de ellas supondría una ventaja, por pequeña que fuera, para la supervivencia y fueron conservadas por la selección natural. Hasta que A, B, C y D no alcanzaron una forma y función más parecida a la actual la evolución no “descubrió” lo útil que podría resultar ensamblarlos. Y probó a hacerlo. Este ensamblaje inicial con seguridad “chirriaba” bastante, y necesitaría aún de muchas generaciones de evolución adicional hasta que el mecanismo ABCD engranó óptimamente sus piezas, tal como hoy se podría observar. Para todos los ejemplos de mecanismos biológicos que, según los defensores del diseño inteligente, sólo podrían surgir “de sopetón”, se han propuesto posibles rutas evolutivas en las que cada componente ha surgido por separado (con funciones, generalmente, diferentes a las actuales) y finalmente han acabado ensamblándose para dar lugar al mecanismo actual, consiguiéndose que cada pequeño paso aporte una ventaja para la supervivencia.


Resulta obvio que se están mezclando dos ámbitos diferentes, con criterios de “verdad” imposibles de acomodar. La ciencia se ocupa del mundo de lo objetivable, la religión del resto: el mundo interior, las emociones, las intuiciones, la moral… La religión no debe invadir el campo de la ciencia porque no busca lo mismo, no utiliza la misma metodología y ni siquiera sabe emplear el lenguaje adecuado. A fin de cuentas, para que un científico pueda ser a la vez religioso, le basta con pensar que la ciencia se ocupa de todo aquello que puede objetivarse, medirse, detectarse… pero que eso no quiere decir que otras formas de “existencia” (sean cuales fueren) no puedan darse. Centrándonos en la teoría de la evolución, los científicos religiosos hace tiempo que aceptaron que la evolución es precisamente la forma de crear que tiene Dios. Theodosius Dobzhansky, uno de los cerebros de la “teoría sintética”, escribió: “nada tiene sentido en Biología si no es a la luz de la evolución”. Y era un hombre muy religioso.

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