domingo, 28 de febrero de 2010

Evolución (2). La Teoría de la Evolución... ¿evoluciona?

Pues en un sentido amplio, se podría decir que sí. El legado fundamental de Darwin, a saber, la idea básica de que la evolución de los seres vivos se produce porque la selección natural tamiza continuamente las nuevas variantes de los organismos, sigue inmutable para la ciencia. Pero el siglo XX ha añadido la descripción de un conjunto de mecanismos que explican por qué se produce la variabilidad en los seres vivos (hecho esencial sin el que la selección natural se quedaría sin nada que seleccionar).

Desde el principio, esa fue la espinita clavada en la teoría de Darwin, y él mismo lo reconocía. Pero, sencillamente, con los conocimientos de la época era imposible hacerse siquiera una idea de cómo solucionar tan peliagudo asunto. Hubo que esperar a que surgieran y se asentaran conceptos como “gen” (responsable de la transmisión hereditaria de los caracteres) o “mutación” (alteración en el material genético). Por fin, en los años 40 y 50 del siglo XX se conformó la llamada teoría sintética de la evolución (más tarde también conocida como neodarwinismo), que aunaba las ideas de Darwin con los conocimientos de genética del momento.
Ernst Mayr (ornitólogo), Theodosius Dobzhansky (genético) y George Gaylord Simpson (paleontólogo) – de arriba a abajo en la imagen - suelen considerarse los padres de la “síntesis”, si bien numerosos científicos realizaron importantes aportaciones de manera continuada en las décadas posteriores (entre ellos, Julian Huxley, nieto de nuestro viejo amigo Thomas Henry). La teoría sintética explicaba que las mutaciones que se producen en el material genético eran las responsables de la variación de una generación a otra. Las mutaciones no podían ser excesivamente importantes porque en ese caso sería difícil que el ser vivo sobreviviera a ellas. Por tanto, el neodarwinismo se hizo defensor acérrimo de la idea de “cambio gradual”: los organismos evolucionan muy lentamente, por acumulación de pequeñas mutaciones en su material genético, suponiendo cada una de ellas una pequeñísima mejora en la capacidad de supervivencia del individuo. No era ni más ni menos que la reformulación del Darwin más puro, tras un baño de genética.
Sin embargo, y aunque desde entonces se ha concedido a este mecanismo generador de variaciones un papel fundamental, siempre hubo científicos que no se sentían del todo cómodos. Por ejemplo, por esto: si el cambio de una especie a otra se produce de forma gradual, ¿por qué entre los restos fósiles no se encuentran un número apabullante de formas intermedias entre las distintas especies? La verdad es que no es la clase de duda que deje dormir tranquilo a un científico evolucionista… Otro ejemplo: no resulta fácil imaginar una ruta de transición gradual de una célula procariota (primitiva, sin orgánulos intracelulares ni núcleo; las bacterias son procariotas) a una eucariota (en comparación con la anterior, de gran complejidad: núcleo, orgánulos y otras complicadas estructuras intracelulares; protozoos, hongos, plantas, animales y usted y yo estamos hechos de estas células).

En los años 60 del pasado siglo, la científica Lynn Margulis (nota rosa: por entonces firmaba sus artículos como Lynn Sagan; estaba casada con el científico y divulgador Carl Sagan – sí, sí, el de la serie Cosmos, ¿se acuerdan? -) se atrevió a ser una “hereje”: propuso una nueva fuente de variación en los organismos distinta de las mutaciones y que podía proporcionar avances evolutivos mucho más rápidos que el gradualismo neodarwinista: la endosimbiosis. La simbiosis era ya de sobra conocida: varios seres vivos, cada uno de ellos especialmente eficaz realizando una función, se asocian para vivir de manera conjunta e indisoluble (clásico ejemplo: los líquenes, que son asociación de un alga y un hongo). Margulis ampliaba esta idea de la siguiente forma: las células primitivas podrían haberse asociado (bien fusionándose, bien incorporando una de ellas en su citoplasma a otras, etc…) para dar lugar a células más complejas, antepasadas de las células eucariotas. La ortodoxia neodarwinista, en un primer momento, puso el grito en el cielo. Pero no se tardó mucho en comprobar que ciertos orgánulos intracelulares parecían sospechosamente relacionados con células bacterianas: hoy día ya se da por sentado que las mitocondrias (las “centrales productoras de energía” de la células) y los cloroplastos (los orgánulos donde se realiza la fotosíntesis en células vegetales) fueron originalmente células procariotas libres. ¡Pero si hasta contienen ADN de tipo bacteriano en su interior!

La teoría inicial de Margulis, sin embargo, era más ambiciosa: además de la aparición de mitocondrias y cloroplastos, afirmaba que la simbiosis con bacterias del tipo espiroqueta (con forma de “sacacorchos” y que se mueve rápidamente mediante “latigazos”) aportó a la célula simbiótica no sólo las prolongaciones móviles, sino todo el complejo sistema de microtúbulos que acaba sirviendo de andamio interno a la célula eucariota. Por el momento, esta parte de la teoría endosimbiótica no parece que pueda demostrarse. Pero otros científicos, como el indio Radhey Gupta, se han ido sumando a la idea de simbiosis como fuente de variación (aunque sus conclusiones no coincidan del todo con las de Margulis).

Quedaba aún otra importante laguna por llenar: ¿por qué los fósiles que desenterramos aparecen como especies perfectamente delimitadas y no encontrados un abrumador número de formas intermedias (como correspondería a un cambio evolutivo gradual)? Algunos científicos, con Stephen Jay Gould (en la imagen) y Niles Eldredge a la cabeza (con su teoría del equilibrio puntuado), han defendido una visión de la evolución con períodos de gran estabilidad en las especies y otros períodos en los que los cambios se producen de forma relativamente muy rápida (lo de “relativamente” es porque seguimos hablando de períodos de decenas de miles de años). Ciertamente, el hecho de que los períodos de transición entre especies sean en comparación mucho más breves que los de estabilidad, podría explicar la casi total ausencia de especies intermedias que sufre el registro fósil. El neodarwinismo, una vez más, se rasgó las vestiduras entonando su salmodia: “la evolución es gradual… la evolución es gradual…”. Hoy día empiezan a integrarse las dos visiones, aunque el debate (que no afecta a los fundamentos de la teoría de la evolución: sólo cuestiona el ritmo al que se produce) sigue abierto. Por cierto, que uno de los más destacados y ortodoxos neodarwinistas es el zoólogo británico Richard Dawkins (en la imagen), que les sonará si son aficionados a leer divulgación científica (es el autor de El gen egoísta, El relojero ciego y muchos más títulos).

También hay que darle un tirón de orejas al neodarwinismo por empecinarse en que “los cambios en la evolución, al ser producidos por mutaciones, son pequeños y graduales”. No tiene por qué ser así. En los últimas tres décadas se ha trabajado mucho sobre los genes implicados en el desarrollo embrionario, utilizando como organismo modelo a la modesta mosquita Drosophila melanogaster. Y se ha comprobado cómo pequeñas mutaciones en genes concretos pueden provocar drásticos cambios en la mosca adulta, como la aparición de nuevas alas, antenas adicionales, ojos en sitios insospechados y otras barbaridades frankenstenianas que no voy a citar por no estropear digestiones. Ya estoy oyendo a Richard Dawkins: “¿cómo es posible? ¿Aparición brusca, en una sola generación, de órganos completos adicionales? ¡Herejía!”. En realidad, no era tan difícil de imaginar; la maquinaria de los genes es compleja y exquisitamente jerarquizada: un grupo de genes, responsable de una determinada función, está bajo el control de otro gen regulador; a su vez, un grupo de genes reguladores está bajo el control de otro gen regulador; y así, ascendiendo varias veces en la escala jerárquica. Cuanto más arriba se encuentre el gen regulador que sufra una mutación, más dramático será el cambio producido en el organismo. Para que les suene: un grupo de genes muy importante en este tipo de asuntos (crear moscas con seis antenas, ocho alas o diez patas, por ejemplo) es el de los genes Hox. Apréndanselo, que pregunto.
En fin, como se aprecia, la teoría de la evolución, si bien firmemente asentada en las ideas de Darwin, está muy viva y en plena “evolución”. Un último ejemplo de ello: hoy día se discute lo que se conoce como teoría de la selección multinivel (TSM), que afirma que la “lucha por la vida” y la consecuente selección natural no sólo se da entre individuos, sino también entre grupos de individuos de la misma especie y también, cojan aliento… entre genes de un mismo individuo. Ahí queda eso. Pero no se preocupen, que no voy a meterme en ello – por el momento – y por hoy ya les dejo descansar.

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