domingo, 28 de febrero de 2010

Evolución (1). ¡Qué estúpido no haber pensado en ello!

Esta fue la conocida exclamación del científico británico del siglo XIX Thomas Henry Huxley al comprender, tras la lectura de El origen de las especies, el mecanismo que Darwin proponía como motor de la evolución biológica: la selección natural.
Podríamos pensar que Mr. Huxley “se lo tenía un poco creído” al hacer afirmaciones de este tipo; al fin y al cabo, no se conservan declaraciones de científicos de finales del siglo XVII del tipo de: “¿cómo he podido estar tan tonto de no descubrir la Ley de la Gravitación Universal antes que ese estirado de Newton?”. O de científicos de principios del siglo XX, como: “¿la Ley de la Relatividad Especial, dice usted? Bah. ¡Eso se le ocurre a cualquiera!”. Más bien al contrario, las principales teorías científicas necesitan de cierta profundización y estudio para ser comprendidas en su totalidad.
Pero el caso es que Huxley, que sin duda era un señor muy inteligente, no estaba comparando su intelecto al de Darwin al hacer la susodicha afirmación; simplemente reconocía lo que, desde entonces hasta hoy, cualquier estudiante o interesado en la Biología ha acabado por descubrir: que la teoría de Darwin, a la vez que genial y de profundas consecuencias, era inesperadamente sencilla, casi de sentido común. Quizá algún lector, al que se le atragantó la Biología en secundaria, no opine lo mismo; pero, si usted pertenece a este grupo, puede tranquilizar su conciencia; éste que escribe está convencido de que no es culpa suya: ¡es de su profesor! ¡A usted no le explicaron bien la teoría de Darwin! Y le animo a que siga leyendo: quizá consiga llenar esa laguna intelectual y, como consecuencia, abandone su odio por la Biología y se haga fan incondicional de Cellularium.

Para empezar, desterremos una idea equivocada: a menudo se habla de “evolucionismo”, “darwinismo”, “teoría de la evolución”… como si fueran la misma cosa. Y no. Antes de Darwin, era una opinión relativamente extendida entre los naturalistas que los seres vivos habían sufrido cambios a lo largo de la historia (suele citarse al propio abuelo de Charles, Erasmus Darwin, como ejemplo de científico evolucionista). Y es que lo que se discutía a mediados del siglo XIX no era el concepto de “evolución biológica”, sino cuál podría ser el “motor” que empujaba a los seres vivos a cambiar a lo largo del tiempo. De las distintas teorías alternativas que compitieron con la de Darwin, la más influyente fue el “lamarckismo”, postulada inicialmente por Jean-Baptiste de Lamarck, y que, en esencia, defendía lo siguiente: los cambios que a lo largo de su vida pueda “acumular” un ser vivo se transmiten a su descendencia. Se entiende mejor con un ejemplo, como el clásico de las jirafas: una jirafa de cuello corto puede alimentarse tan sólo de las hojas inferiores de los árboles; el esfuerzo acumulado de toda su vida intentando alcanzar también hojas más altas se traduciría en un ligero aumento en la longitud de su cuello… aumento que transmitiría a sus descendientes. Repitiendo este efecto a lo largo de sucesivas generaciones se podría explicar el origen de jirafas “cuelli-largas” a partir de antepasadas “cuelli-cortas”. La idea no estaba mal traída del todo, la verdad, pero no se pudo probar. Hoy día, no nos parece demasiado difícil refutarla: si tiene usted tiempo, dedíquese a amputarle la cola a sucesivas generaciones de ratones; si no se aburre antes, comprobará que nunca surgirá un descendiente sin cola o con una cola de menor longitud.

El “motor” que proponía Darwin para la evolución era esa idea supuestamente tan sencilla que a Huxley le hacía sentirse estúpido por no haberla imaginado. En el principio de todo hay una observación simple: los descendientes de un ser vivo no son todos exactamente iguales. De este hecho básico se han aprovechado los ganaderos y los agricultores a través de los siglos para mejorar las razas de ovejas, cabras o vacas o las plantas de maíz, trigo, etc: de entre los descendientes, escoger el que más leche / lana / carne produce y, si puede ser, cruzarlo con otro individuo también de características óptimas. Repitiendo esta técnica desde el Neolítico (hace 10.000 años) hasta nuestros días hemos conseguido vacas hiperproductoras de leche, ovejas extremadamente lanosas y maíz que produce apabullantes mazorcas (si las comparamos con las producidas por sus tímidos antecesores silvestres).

Darwin debió pensar que, si la selección humana en unos pocos miles de años había alcanzado tales logros, ¿qué no podría hacer la Naturaleza en mucho más tiempo (inciso: en aquellos años comenzaba a revisarse al alza la edad de la Tierra, considerándose por vez primera la escala de millones de años)? El problema era descubrir qué cumplía en la Naturaleza la función del ganadero o agricultor, escogiendo las mejores variedades y descartando las peores. El momento de iluminación de Darwin suele hacerse coincidir con su lectura de Un ensayo sobre la población, de Thomas Malthus, en el que se mostraba que, mientras la población aumentaba geométricamente, los recursos (como los alimentos) lo hacían tan sólo de forma aritmética. Nada sabemos sobre si Darwin, en este punto, exclamó “¡eureka!”, pero sin duda lo pensó: si la naturaleza es pródiga a la hora de proporcionar descendencia a los seres vivos, no lo es tanto suministrando recursos para la supervivencia de tan extensas proles; por ello, de forma inevitable, se entabla una lucha por los recursos en la que algunos individuos – recordemos: todos son ligeramente diferentes unos de otros – accederán mejor a ellos que el resto. Ejemplo: si tengo unos músculos algo más fuertes que los demás, puedo correr más y durante más tiempo, puedo cazar a más presas, me alimento mejor, vivo más tiempo y puedo tener más descendientes… que heredarán la fuerza de mis músculos. Repitamos lo mismo durante cientos de miles de generaciones y… obtendremos la inconmensurable diversidad biológica del planeta Tierra, constituida por millones de especies perfectamente adaptadas a sus ambientes respectivos. Darwin había descubierto una “selección de los más aptos” sin necesidad de ganadero o agricultor: la relativa escasez de los recursos (frente a la abundante progenie de los seres vivos) hacía ese papel. Selección sin seleccionador, “selección natural”.

“¡Qué increíblemente estúpido no haber pensado en ello!” fueron, al parecer, las palabras exactas de Huxley al llegar a este punto del razonamiento. Desearía que, en este momento, una exclamación ligeramente similar surgiera en la mente de ese lector al que, desafortunadamente, nunca le explicaron demasiado bien “eso de la evolución”.

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