domingo, 21 de marzo de 2010

Félix y los toros


Durante las últimas semanas la prensa se ha inundado de apasionados comentarios tanto en contra como a favor de la tauromaquia, a raíz del debate sobre la abolición de las corridas en Cataluña. Por el lado abolicionista, los partidarios de defender los derechos de los animales, que han centrado el debate en la mera cuestión ética sobre la crueldad que se derrocha durante el sacrificio del animal y si éste es o no consciente del dolor. Por la otra parte, los defensores de la pintoresca tradición secular de un festejo que guste o no es uno de los aspectos más coloristas de nuestra idiosincrasia nacional y un reclamo para el turismo. Al hilo de esta polémica han surgido voces desde el ámbito científico que merece la pena escuchar, notablemente Jorge Wagensberg, un excelente divulgador cuya obra recomendamos encarecidamente (desde aquellas Ideas para la imaginación impura de 1998 ha publicado varios libros, con títulos tan sugerentes como Si la naturaleza es la respuesta ¿cuál era la pregunta? o El gozo intelectual: teoría y práctica sobre la inteligibilidad y la belleza). Wagensberg se ha posicionado contra la fiesta de manera sorprendentemente radical para una persona tan reflexiva, con argumentos escalofriantemente convincentes sobre el obvio sufrimiento de la criatura sacrificada. A esto han respondido eruditos del ámbito pro-taurino que quienes esgrimen estos argumentos parecen equiparar la dignidad de un toro de casta con la de una persona. Realmente un toro bravo puede ser una criatura más noble que algunas personas, desde luego, y nadie pone en tela de juicio su inocencia de toda culpa. Pero ironizar con la tesis que esgrimen los defensores de los derechos de los animales no es constructivo, puesto que no creo que éstos deseen equiparar a los animales con el ser humano, sino protegerles de abusos innecesarios. Porque esto hay que reconocerlo: se trata de un abuso innecesario. Pintoresco, eso sí, pero, la corrida es efectivamente un espectáculo sangriento y primitivo que causa revulsión a la mayoría de las personas de mi generación, en parte porque de niños veíamos todas las semanas a Félix Rodríguez de la Fuente, ese pionero del conservacionismo en España de cuya desaparición se han cumplido ahora 30 largos años y por ello ha coincidido en el espacio audiovisual con la polémica taurina. Volver a escuchar su voz en la tele a raíz de esta conmemoración me ha hecho comprender en parte la inmensa influencia que este personaje irrepetible ejerció en mi generación. Es simplemente prodigiosa la capacidad de uso del lenguaje que Rodríguez de la Fuente poseía, la entonación hipnótica, la manera de encontrar la palabra exacta para transmitir pasión. Irrepetible. Entre otras cosas porque lo que él predicaba era entonces un lenguaje nuevo que tuvo un importante calado en una sociedad perpleja, que pasó en una década de ver alimañas a ver especies protegidas. Hoy el mismo mensaje tiene el mismo interés pero no la novedad y, sobre todo, no creo que exista sobre la faz de la tierra un comunicador tan carismático y peculiar como él.
Pues sí, debe ser por culpa de Félix que no me guste ver sufrir a los animales, porque los hechos demuestran que la naturaleza humana no siempre es respetuosa con ellos. Sin embargo, no me voy a posicionar radicalmente en contra de la Fiesta Nacional, pues aunque yo no soporte personalmente el espectáculo, por razones puramente antropológicas sí he de respetar a quienes lo encuentren apasionante. No sería coherente para un amante de la cultura mediterránea que daría cualquier cosa por viajar en el tiempo y ver a los jóvenes minoicos saltando atléticamente entre los cuernos de los toros sagrados o asistir a los sacrificios ofrecidos a los dioses en las civilizaciones mesopotámicas, por ejemplo. No seré yo pues quien participe en la eliminación de este rito, vestigio de otros más arcaicos, aunque mi humilde opinión es que el sufrimiento del animal es prescindible, y que si lo dejaran vivir le daría un aliciente más al espectáculo, aparte de dejar intacto un bellísimo animal… Igual que hay toreros famosos, habría toros famosos que despertarían pasiones en la afición. ¡El Juli vs. Lucerito hoy a las cinco de la tarde! Hay quien defiende que el toro de lidia y los ecosistemas que de él dependen se extinguirían de eliminarse las corridas. De esta manera no hay peligro.
Fuera de broma, al menos no quiero participar en el debate antitaurino con los argumentos de Wagensberg: no es el toro lo que me preocupa desde un punto de vista ético, sino el torero. Me explico. ¿Cabe en una sociedad con los valores de que presumimos disfrutar con la temeridad de un torero? En un mundo en que la prudencia es una virtud, en que las machadas y bravuconerías son, si no censurables, simplemente ignorables por cualquiera que esté en su sano juicio ¿cabe elogiar la faena de un torero? No le discuto el arte, pero si una parte importante del espectáculo es ver cómo una persona se juega la vida en la arena, algo no encaja. Hay causas más nobles por las que arriesgar la vida que aspirar a cortar una oreja. Quizás menos lucrativas, pero más nobles.
Me gustaría que Félix Rodríguez de la Fuente hubiera podido participar en el debate de los toros. Quizás él, excepcionalmente, me hubiera convencido.