domingo, 7 de noviembre de 2010

El proyecto de los 1000 genomas humanos: solo quedan 821

La obtención de la secuencia del genoma humano con una calidad aceptable hace ya una década se considera una inflexión en nuestra manera de ver y hacer Ciencia, el punto de partida de la llamada Era Postgenómica, piedra angular de la investigación biomédica en el siglo XXI. Ahora que la tecnología de secuenciación y análisis informático de las secuencias ha dado un salto cuantitativo de varios órdenes de magnitud, el siguiente paso es el llamado “Proyecto de los 1000 Genomas”. La comunidad científica pretende con esta iniciativa resolver con cierta precisión la variabilidad genética de la especie humana. ¿Por qué somos distintos física y emocionalmente? ¿Por qué algunos tenemos más o menos desarrolladas ciertas cualidades o capacidades? Y, sobre todo, ¿qué hay escrito en nuestros genes sobre nuestra predisposición a las enfermedades o nuestra respuesta a tratamientos médicos? Se sabe, por ejemplo, que la diabetes, la obesidad o la enfermedad cardiovascular tienen un importante componente genético, pero aún ignoramos el cóctel de genes responsables y las variantes involucradas. Muchos investigadores creen que si no incluimos en ese cóctel variantes poco comunes en la población (y, por tanto, aún no detectadas con el material disponible), seguiremos sin entender las bases genéticas de estas enfermedades.  Pues bien, se supone que secuenciando y comparando entre sí 1000 genomas humanos de individuos no relacionados sabremos algo más. Una de las esperanzas es dar con variantes poco comunes que han escapado hasta ahora al escrutinio. Ambicioso y caro, sí, va a ser conocer nuestra idiosincrasia.
Mil es un número muy redondo y en unos años veremos el resultado, pero de momento se han publicado ya en Nature las conclusiones de una primera fase piloto del proyecto en la que se han resuelto 179 genomas, una cantidad nada desdeñable. Aunque en esta fase piloto la cobertura de estos genomas no ha sido muy completa que digamos (es decir, no se ha hecho una secuenciación exhaustiva de cada uno) y hay que asumir cierta tasa de error en las secuencias, se ha complementado el estudio con estrategias complementarias. Una de ellas es la secuencia de alta calidad de dos familias (padre, madre e hijo), seis personas en total. De este estudio en particular es posible deducir cuántas mutaciones se generan de novo en un individuo, es decir, cambios genéticos que aparecen en el hijo pero que no ha heredado de ninguno de sus padres. El estudio sugiere que una de cada 100 millones de bases cambia en una generación (para bien o para mal, la especie sigue evolucionando…).   
La segunda estrategia complementaria consiste en la secuencia de las regiones expresadas de genoma, los llamados exones de los genes, que es esa mínima parte del genoma que lleva información (todo lo que no entra en la categoría, mal llamada, de ADN basura). Los exones son muy pobres en variabilidad genética en comparación con las regiones menos informativas del genoma, pero las diferencias encontradas pueden ser, obviamente, más relevantes para el fenotipo, es decir, más importantes a la hora de relacionar dicha variabilidad con los rasgos y predisposiciones que nos interesan desde el punto de vista médico, científico o por pura curiosidad. Esta última estrategia se ha llevado a cabo sobre el material genético de 697 personas. Estamos pues afinando muchísimo nuestro conocimiento de esas pequeñas diferencias que nos hacen como somos, ni mejor ni peor (lo más peligroso de la genética son las interpretaciones que pretenden justificar la superioridad de un grupo o individuo). En esta fase del estudio se llega a la caracterización de 15 millones de SNPs (single nucleotide polymorphisms; cambios de una sola base en la secuencia), más de la mitad de ellos hasta ahora desconocidos. A esto hay que añadir un millón de pequeños cambios un poco más drásticos (inserciones o deleciones de unas pocas bases) y 20.000 variantes estructurales en los genomas. A vista de pájaro, los investigadores calculan que eso supone el 95% de lo que se puede encontrar en el material analizado, que no es poco. Para que no perdamos de vista que la genética es una lotería, los autores estiman que cada persona porta entre 250 y 300 genes inactivados por mutaciones al menos en una de sus copias (recuerde el lector que es diploide y por tanto porta un duplicado de sus genes procedente a su vez de una de las copias de cada uno de sus progenitores). Entre 50 y 100 de estos genes estarían implicados en enfermedades hereditarias conocidas. Es algo más de un 0,5% de nuestros genes y el hecho de que cada uno somos portadores de al menos 50 enfermedades hereditarias nos da que pensar. Menos mal que el azar juega en nuestro favor y no es tan fácil que nuestra media naranja porte justo las mismas, de modo que nuestros hijos con seguridad heredarán su ración de genes de riesgo, pero no será tan común que la recombinación les otorgue alteradas las dos copias de un gen importante, afortunadamente. Pero aunque lo poco común es raro por definición, no es raro rarísimo… Puedes consultar en FEDER, la Federación Española de Enfermedades Raras, una larga lista de estas afecciones, algunas horribles... Allí te contarán que 30 millones de personas en la Unión Europea las padecen. En fin, estaremos atentos pacientemente al siguiente capítulo de la Genómica... A los científicos nos encantan los números, pero ya sé lo que están ustedes pensando: ¡Menos números y más beneficios!

domingo, 24 de octubre de 2010

EPIGENÉTICA: COME SANO Y PROCREA SANO


Cuando el lúpulo nos inspiró este blog, la idea original era comentar semana a semana los descubrimientos más importantes de las Ciencia. Es decir, hojear el Nature y el Science y puntualmente transcribir en castellano y de una manera sencilla lo que se estaba cociendo en los laboratorios, no sin dejar de dar nuestra opinión. Pero los efectos del lúpulo son transitorios, la crisis se confabuló en contra de hacernos con una subscripción personal a la creme de la creme de las revistas científicas y, para colmo, nuestra frenética rutina no nos deja tiempo ya (y mucho menos materia gris) para estos ocios semi-intelectuales. Pero... ¡Por la piel de Barrabás! Esta semana lo voy a intentar.
Entro en Nature y me encuentro, entre la galaxia más lejana jamás conocida (y más cercana al Big Bang, ¡qué vértigo!) y las habituales estructuras proteicas modelizadas en colorines, un caso flagrante de la hoy tan celebrada Epigenética, digno de comentarse.
Unos investigadores australianos se han dedicado a mantener ratas macho a base de donuts, chistorra y hamburguesas (bueno, no exactamente, ya quisieran ellas, pero sí que las han sometido a una dieta generosa en grasas), luego les han procurado hembra (a la cual le ha tocado el gordo, literalmente) y han constatado que sus hijas ratas sufren trastornos pancreáticos y tienden a desarrollar diabetes. Hay que recordar que nuestra civilización sufre de manera preocupante de un aumento en la prevalencia de la obesidad y la diabetes de tipo 2, y ambas patologías van frecuentemente asociadas. Todas las evidencias señalan que no se trata de una predisposición genética propiamente dicha, es decir, que el padre transmita a la hija un repertorio de genes que la predisponga a la obesidad. Esto es así porque estos mismos ratones, con los mismos genes, pero sometidos a una dieta normal (no sé si las ratas conocen la dieta mediterranea, hace tiempo que no voy de tapeo por las alcantarillas) no transmiten a sus ratitas nada de esto. Pero la dieta hipercalórica sí condiciona la "epigenética", de modo que el ADN de los espermatozoides de tan orondos y acomodados roedores tiene un nivel diferente de metilación (una mínima modificación en una de sus bases que no afecta a la secuencia), o bien las histonas (las proteínas que empaquetan el ADN) tienen niveles distintos de acetilación (otra modificación química que condiciona la "flexibilidad" de ciertas regiones de los cromosomas). La epigenética también se hereda y, aunque los científicos no la hemos hecho mucho caso hasta hace poco, porque no entedíamos muy bien qué papel podían desempeñar dichas modificaciones, ahora tenemos claro que afectan a la expresión del mensaje que portan los genes, condicionando el destino de la célula. Los biólogos que estudian programas de "desarrollo", es decir, cómo de un mísero zigoto se diferencian las distintas partes de un embrión y cómo unas células se convertirán en neuronas y otras en células dérmicas de la planta del pie, por ejemplo, conocían o suponían el papel de la epigenética hace tiempo. Pero ahora estos procesos entran fuerte en otros campos de la biomedicina. Es la primera vez que se describe en mamíferos la transmisión de una secuela metabólica de una generación a otra sin que exista un componente estrictamente genético.
Moraleja: cuidadín con esas tapitas del bar, y haz ejercicio, que si alguna vez procreas, está en juego la salud de tus hijos... Vamos, que ya podrás engordar sin remordimientos después de ser padre (de ahí el refrán "cuando seas padre comerás huevos", digo yo... ¿Por qué se dice eso si no?).

lunes, 4 de octubre de 2010

LA PARADOJA

Últimamente visito muchos blogs de literatura (microrrelatos, poesía...). Casi más que de Ciencia. Me fascinan porque en literatura todo vale y eso me desintoxica del rigor científico que exige mi ejercicio profesional. Se da la paradoja de que mientras la naturaleza improvisa estrategias de supervivencia ante los cambios que producimos en el entorno, nosotros los científicos no tenemos más herramientas para estudiarla que los basados en estrictos y rigurosos cálculos. Así es el método experimental: no admite improvisación. Incluso la imaginación que libremente podemos dejar volar a la hora de plantear una hipótesis está sujeta a la necesitad de encajar la pieza en un rompecabezas cuyo molde está perfectamente definido. Sólo la flexibilidad de la estadística nos da un leve margen de error. Paradójicamente, la naturaleza juega al realismo mágico mientras nosotros la espiamos con nuestros ojos racionalistas.
Jaques Monod, en "El azar y la necesidad", hablando de cómo la mutación del material genético permite los cambios fenotípicos que permiten la selección, adaptación y evolución de las especies, decía: "Puesto que las mutaciones son accidentales, es decir, se producen al azar, (...), sólo el azar está en el origen de toda novedad, de toda creación en la biosfera. El puro azar, sólo el azar, libertad absoluta pero ciega, en la raíz misma del prodigioso edificio de la evolución."
No sería muy sesudo por parte de los científicos contemporáneos hacer experimentos "al azar". ¿O sí? En realidad, parte de la Biología en la era post-genómica que estamos viviendo se basa en agotar el azar. Tirar el dado mil veces a ver si está cargado o no. Por ejemplo, en lugar de basarnos en predicciones estructurales para buscar los aminoácidos esenciales de una proteína (una enzima, por ejemplo), podemos agotar el sistema mutándolos todos de uno en uno y viendo cómo cada mutación puntual afecta a la función y a la estructura de la proteína. Esto se llama alanina-scanning, porque lo habitual es mutarlos a este aminoácido, que es bastante neutro. Y está poniéndose de moda. O bien, otro ejemplo: ahora que tenemos resueltos y anotados los genomas de los organismos modelo, podemos mutar uno a uno cada gen y ver cómo se comporta el pobre bicho sin cada uno de los genes (el clásico asociar el fenotipo al genotipo, en este caso, un "knock out" génico, peor a lo bestia). De hecho, hay un International Mouse Knock-out Consortium que está en ello... Pretende generar tantas líneas germinales de ratones mutantes como genes existen en le genoma del roedor. Mutarlos todos de uno en uno y ver qué le pasa a cada mutante (si pasa de la fase embrionaria, si vive, si está enfermo...). Deben ser unos 20.000. No hay margen para el azar si todas la posibilidades están cubiertas.
Muchos investigadores, sobre todo los más especializados en cuestiones concretas, piensan poco menos que lo que hacen estos investigadores es trampa. Pero las bases de datos se van llenando de información generada en estos proyectos de gran envergadura que resulta útil para todos. Siempre queda un hueco para la intuición, la corazonada, claro... Si no la ciencia sería un aburrimiento... Puestos a disfrutar de la literatura, siempre es más ameno leer un buen relato que un tomo de la enciclopedia. Aunque el segundo tenga más rigor.

martes, 27 de julio de 2010

De Arte y Genes

Cuando a los surrealistas se les ocurrió plasmar visiones oníricas en sus lienzos probablemente encontraron cierta oposición en la crítica artística más conservadora. Hoy el surrealismo una etapa indiscutible en el arte del siglo XX, que a partir de ahí comenzó de abstraerse, fundirse con el diseño y, finalmente, aprovecharse de la tecnología: arte digital, instalaciones virtuales, exposiciones on-line en Internet. Y, por qué no, biotecnología o genética. Hablábamos hace poco de la creación de células artificiales o de diseño, vivimos en una expansión tecnológica en que la clonación de muchos organismos es posible, en que podemos navegar por el mapa de genoma humano desde el ordenador de nuestra casa, en la que se está culminando un estudio global de la variabilidad genética de la especie humana, con sus más de 10.000.000 de variaciones por cambios en un solo nucleótido (los llamados SNPs), por mencionar uno de los múltiples tipos de diferencias entre los genomas de cada persona. Hemos visto que secuenciar un genoma completo, que era un proyecto fruto del esfuerzo de cientos de investigadores durante lustros puede hacerlo hoy día una máquina en una jornada. Por supuesto, una vez más la Ciencia avanza más deprisa que nuestra capacidad de gestionarla y hay cuestiones éticas cerniéndose como nubarrones sobre el uso de este conocimiento (explotación comercial de información genética, armas biológicas, clonación o uso de células madre con fines no terapéuticos…). Es difícil que los colectivos intelectuales que tienen acceso a esas tecnologías escapen del control ético que la sociedad ejerce lógica y justamente sobre su ejercicio. Sin embargo, hay una actividad intelectual transgresora por naturaleza, que a lo largo de la historia ha intentando sorprender rompiendo todas las barreras, incluso las morales. Me refiero al arte.
¿Por qué no? ¿No puede utilizar el arte el lenguaje de la vida para expresar emociones? Quizás esta será la revolución artística del tercer milenio: obras artísticas vivas. Esculturas dinámicas, genéticamente programadas. Igual que Theo Jansen crea obras de arte basadas en ingeniería, ¿no será la ingeniería genética una herramienta de los artistas en un futuro? Mientras llegan esos tiempos polémicos, que supongo serán cosa de un par de generaciones, hay apuestas más acordes con nuestro momento de la historia y esto es lo que os quiero contar hoy aquí.
Nadie duda de la estética de la naturaleza, la fuente de inspiración de todos los estilos artísticos en todas las épocas. ¿Qué escultura contemporánea es más bella que la doble hélice del ADN...? Una buena exposición de fotografía científica no tiene nada que envidiar a una buena exhibición de arte contemporáneo. Visita la galería de Nikon Small World y piensa lo fenomenal que quedaría en tu salón cualquiera de las imágenes de microscopía que ahí ves. De hecho, si estas fotografías, en lugar de estar firmadas por científicos anónimos expertos en técnicas sofisticadas muy concretas, becarios de futuro profesional incierto que viven apasionadamente la aventura de descubrir, estuvieran firmadas por artistas de prestigio cotizarían en el mercado del arte a precios estimables. Algo parecido es la apuesta de Geneticphotos, una iniciativa española de reciente creación inspirada en ideas similares procedentes de EEUU, que representa en forma de obra plástica al gusto, sobre un catálogo, un fragmento de la secuencia de ADN del solicitante o bien una huella genética. La originalidad de la creación plástica que se ofrece en Geneticphotos es que implica un análisis genético, de la misma naturaleza de los que se utilizan en criminología, pruebas de paternidad, etc., para generar a partir de él una huella genética propia del individuo o individuos en cuestión y -por tanto- única. El resultado parece arte abstracto, una especie de extraño código de barras de colorines, pero no lo es. Todo lo contrario. Se trata de una representación concreta de los experimentos que utilizan los genetistas en el laboratorio. Incluso se pueden superponer en distintos colores los perfiles genéticos de varios individuos en un peculiar “retrato de familia”, en el que un genetista podría entretenerse definiendo el parentesco de los retratados... Mientras que en un “retrato” de pareja o de amigos, la superposición no daría apenas coincidencias ni solapamientos, puesto que su distinto “pedigree” les asegura variabilidad genética. Incluso se incluye un marcador del cromosoma X que permite saber si el “retratado” en varón o hembra. Curioso, ¿no? Además no duele, porque basta con una muestra de saliva en un bastoncillo de algodón para que los del laboratorio les digan a los diseñadores lo que tienen que plasmar.
Geneticphotos ofrece otro producto peculiar, que es la representación de un fragmento de tu secuencia (pequeñito, que los 3.000 millones de pares de bases de tu genoma no le caben a nadie en el salón) en un gen que contenga un SNP, que te dirá qué haplotipos portas. Y la carta es de lo más sugerente: el gen del amor, el gen del deporte, el de las matemáticas… Claro, si lees la letra pequeña y entiendes un poco de genética, serás consciente de que aparte del valor artístico y el derroche de imaginación que tiene esta idea, la prueba en sí no tiene un valor “diagnóstico”, entiéndase… Es un simple un determinante genético entre cientos, a los que luego hay que sumar los ambientales. Ya sabes, aunque tengas predisposición genética al cáncer de pulmón, si no fumas lo más probable es que no lo desarrolles. Por las mismas, aunque tengas predisposición genética a ser promiscuo en tus relaciones de pareja, si vives en una isla desierta… En cualquier caso, ver una gota de agua de ese océano de diversidad genética impreso en un bloque de metacrilato o representado en un código tipográfico o de colores (un color por cada una de las bases de ADN) impregnado con tu huella digital es peculiar y, sin duda, despertará la curiosidad de las visitas… Si sabes explicarlo, ese es el reto. Pero esto ha sido siempre así… El arte es para el disfrute de una élite que lo entienda.
Feliz futuro.

viernes, 11 de junio de 2010

Historias de becarios. Bromuro bajo el sol (y III).

Rodrigo se abrió paso casi con violencia y les preguntó, casi gritando:
- Pero, ¿qué os ha pasado? ¿No os dejé claro que tuvierais mucho cuidado con el bromuro de etidio, que es muy peligroso? ¡Además, ni siquiera llevabais la bata puesta!
- Estábamos con Pablo – alcanzó a decir Begoña, al borde de las lágrimas -, como tú nos dijiste, y vinimos al cuarto de luz ultravioleta a ver un gel de agarosa…
- … y no sé cómo ocurrió – continuó Raquel, algo menos afectada que Begoña – pero alguien debió dejar una cubeta con tampón teñido con bromuro de etidio en esa estantería, y al abrir la puerta debimos golpearla y… ¡no sé, no sé cómo ha podido pasar!... ¡¿Y qué hacemos ahora?! ¿No decías que esta cosa es cancerígena? Además, no nos dijiste que nos pusiéramos la bata…
Rodrigo calló ante la evidencia. Había estado tan ocupado metido en sus asuntos que olvidó comentarles la regla número uno del laboratorio: trabajar siempre con la bata de laboratorio puesta. Intentó calmarse y pensar un poco. En el Departamento había poca gente a esa hora y él no era experto en sustancias tóxicas. Hizo un esfuerzo de concentración para recordar sus escasos conocimientos sobre el dichoso compuesto: el bromuro de etidio es una sustancia potencialmente carcinogénica, pero por su estructura similar a la de otras sustancias con seguridad cancerígenas se tomaban siempre muchas precauciones. Había que hacer algo rápidamente.
- ¡Lo primero, esa ropa, fuera! ¡Toda la ropa manchada por el bromuro de etidio fuera, antes de que la traspase y os llegue a la piel aún más cantidad! ¡Venga!
- Pero… estamos en camiseta… y…y no llevamos nada debajo… – balbuceó Begoña.
- ¡Chicas, no sé, qué queréis que os diga, no estamos ahora para andarnos con vergüenzas y cosas así! ¡El tiempo pasa! ¡Venga, la ropa fuera, y luego a una ducha de emergencia!
- ¿… y los pantalones también? – gimió, temiéndose la respuesta, Raquel.
- Pero, ¿os habéis visto los pantalones? ¡Están rojos perdidos! ¡Pues claro que también!
Una voz anónima, de entre el corro de mirones, exclamó:
- ¿Por qué no os ponéis el bikini?
- ¡Claro! – exclamó Rodrigo -. Hoy habéis ido a la piscina, ¿verdad? Pues venga, meteos en el baño, quitaos la ropa y salid con el bikini. ¡Pero rápido!
Begoña y Raquel obedecieron: entraron en el servicio y se embutieron en sus bikinis mientras Rodrigo ahuyentaba al grupo de mirones.
- ¡A las duchas de emergencia!
Entraron en un laboratorio con dos duchas de emergencia y Begoña y Raquel se colocaron bajo el chorro de cada una de ellas.
- Aquí tenéis jabón. ¡Frotaos bien!
Mientras las chicas casi se arrancaban la piel para eliminar todo rastro de bromuro, Rodrigo continuó pensando: recordaba que, hace años, había investigado en internet para una clase de doctorado sobre tóxicos qué se podía hacer para inactivar el bromuro de etidio; lo que encontró era bastante poco concluyente: desde universidades estadounidenses que no lo consideraban un tóxico como tal y permitían a sus investigadores manipular los genes de agarosa con las manos desnudas, hasta institutos de investigación, también en Estados Unidos, que recomendaban esotéricas mezclas con sosa cáustica o carbonatos concentrados para inactivarlo. Obviamente, no iba a aplicar sobre el cuerpo de sus pupilas sosa cáustica ni nada por el estilo; en otros lugares, se utilizaba la simple lejía como inactivante, pero una ducha de lejía después de una de bromuro de etidio tampoco parecía la opción más correcta; entonces recordó otra página web en la que se afirmaba que, en una situación de emergencia como la que estaban viviendo, unas friegas de alcohol podían ser una primera solución.
- Chicas, ya podéis salir de las duchas. Aquí tenéis una botella de alcohol. Quiero que os frotéis todas las zonas de vuestra piel que hayan estado en contacto con el bromuro de etidio, ¿de acuerdo?
Las chicas obedecieron. Parecían algo más calmadas. Rodrigo les daba seguridad, parecía que sabía lo que estaba haciendo – aunque realmente estaba improvisando sobre la marcha -. Pero Rodrigo seguía preocupado. No se quedaba tranquilo. Sacó su teléfono móvil y marcó el número del Instituto Nacional de Toxicología para pedir información. Comunicaba. Volvió a intentarlo. Seguía comunicando.
- ¿Será suficiente con esto, Rodrigo? –preguntó Begoña, algo más tranquila.
Rodrigo, preocupado, daba vueltas y más vueltas esperando que alguien atendiera su llamada. Y en uno de sus giros, quedó frente a la ventana… y tuvo la revelación. Observó a través del cristal los luminosos rayos del sol de Mayo que bañaban el exterior de la Facultad, como si fueran enviados por un poder superior para ayudarle en este trance y emitió un leve suspiro de tranquilidad.
- Chicas, tenéis que salir y que os dé el sol. La luz del sol descompone la molécula de bromuro de etidio. Por el momento, y mientras consigo que me respondan del Instituto de Toxicología, es lo mejor que se me ocurre.
- ¿Salir? Pero ¿qué dices? ¿A tomar el sol, en bikini, en las escaleras de la Facultad, en medio de todos los estudiantes que entran y salen? – exclamó, preocupada, Raquel.
La chica estaba en lo cierto. Menudo espectáculo. Pero había un remedio.
- Sí, sí, llevas razón… Mejor salimos a un sitio menos transitado. Vayamos al patio trasero de la Facultad, donde está el aparcamiento de profesores. A esta hora no debe pasar casi nadie por allí.
Las chicas se miraron, sorprendidas y bastante azoradas, pero siguieron a Rodrigo.

El director del Departamento de Biología Molecular de la Facultad, sudando copiosamente, con el nudo de la corbata aflojado, acabó de bajar de dos en dos los escalones que lo separaban del aparcamiento de profesores. No se podía creer lo que había visto desde su ventana mientras tecleaba al ordenador: las dos chicas nuevas, semidesnudas, tumbadas en el suelo y tomando el sol en el aparcamiento privado de profesores… y Rodrigo sentado junto a ellas, hablando por su teléfono móvil. ¡Sólo faltaba que estuviera encargando unas cervezas!
El director del Departamento de Biología Molecular salió al exterior y se dirigió hacia ellos, mientras se cruzaba con el catedrático de Bioquímica, que le preguntó, entre risas ahogadas, si “esas” que tomaban el sol entre la estatua “Alegoría del Conocimiento” y el Mercedes del decano no eran sus becarias nuevas.
El director del Departamento llegó hasta ellos. Las chicas se quedaron mudas de terror. Rodrigo, que por fin había conseguido comunicar con el Instituto de Toxicología, se giró y su mirada se cruzó con la de su director de tesis. Hubiera preferido que un rayo lo hubiera fulminado en ese instante. Abandonó la llamada y, haciendo acopio de valor, acertó a balbucir:
- Te lo puedo explicar.
No fue muy original. Claro, que “no es lo que parece” era su segunda opción.

Historias de becarios. Bromuro bajo el sol (II).


Rodrigo se levantó, y Raquel y Begoña, como buenos patitos – que así se les llamaba por allí a los nuevos por su costumbre de seguir a todas partes al instructor de turno – le siguieron hasta el pasillo, donde Rodrigo abrió una nevera muy grande, cogió un pequeño tubo de plástico y dijo:
- Esto es ADN.
Raquel y Begoña no lo entendían. Aquel minúsculo tubito de plástico no debía llegar a los dos mililitros de capacidad y no parecía haber nada dentro de él; pero cuando se acercaron, observaron que en el fondo del tubo había una pequeñísima cantidad de líquido translúcido.
- ¿Eso… eso es ADN? – murmuró Raquel con una mueca de incredulidad.
- ADN resuspendido en cuarenta microlitros de agua bidestilada y desionizada – replicó Rodrigo -. Y, respondiendo a tu pregunta de antes, te diré que sí, sí se puede ver. De hecho, algunas veces es absolutamente necesario poder verlo para manipularlo. Verás. Lo primero que hay que hacer es introducir la molécula de ADN en un gel de electroforesis de agarosa y… Bueno, no me pongáis esas caras, ya os explicaré detenidamente qué es eso…; por ahora basta que sepáis que es un método que sirve para separar moléculas de ADN de una mezcla en función de su tamaño (y también de su forma). Entremos al laboratorio de nuevo y os enseñaré uno de estos geles.
En el laboratorio, abandonado en una pequeña bandeja, aparecía un pequeño paralelepípedo de aspecto gelatinoso. Rodrigo lo señaló.
- Ajá. Aquí tenéis un gel de electroforesis de agarosa.
Raquel y Begoña no podían ocultar su decepción. ¿Aquella cosa con aspecto de flan aplastado y translúcido servía para separar moléculas de ADN? Sin duda, habían esperado algo más… “tecnológico”.
- Estooo - inquirió Begoña -… pero aquí no se ve nada. ¿Hay ADN dentro de esa cosa?
- Espera, espera, que no he acabado – continuó Rodrigo -. Una vez fabricado el gel de agarosa, lo bañamos en una solución muy diluida de bromuro de etidio, que es un compuesto químico que se une con facilidad a las cadenas de ADN; la gracia del asunto está en que cuando el bromuro de etidio es irradiado con luz ultravioleta emite una fluorescencia rojiza. Conclusión: si queremos visualizar el ADN bastará con que coloquemos el gel, que como véis es translúcido, bajo una luz ultravioleta: aparecerán unas bandas rojizas de ADN en todo su esplendor. ¿Queréis verlo? Tenemos una habitación preparada sólo para eso, para observar geles a la luz ultravioleta.
Rodrigo y sus pupilas salieron del laboratorio y se dirigieron al cuarto de luz ultravioleta. Pablo, un becario con ya cierta experiencia, estaba en el cuartito observando un gel de agarosa. Rodrigo animó a Raquel y Begoña a que se acercasen. Allí estaban: unas bandas rojo-anaranjadas que aparecían como por arte de magia cuando se iluminaba el gel con la lámpara de rayos ultravioleta. Rodrigo añadió:
- Y si queréis “coger” un gen determinado, como antes queríais saber, basta con que recortéis el fragmento de gel de agarosa que lo contiene, y que se ve perfectamente bajo esta luz.
Begoña aproximó su mano al gel de agarosa, intrigada por saber qué textura tenía. Rodrigo se dio cuenta cuando Begoña estaba a punto de tocarlo, y rápidamente la agarró por la muñeca y la apartó.
- Se me olvidaba, chicas. El bromuro de etidio es un agente potencialmente cancerígeno. Igual que le gusta unirse a las cadenas de ADN de los geles, puede hacerlo a las de nuestras células, provocando mutaciones, etc, etc… que pueden desembocar en una transformación tumoral. Así que, y escuchadme muy bien, siempre, absolutamente siempre, que trabajéis con bromuro de etidio, usad guantes desechables, ¿de acuerdo? Supongo que no queréis desarrollar un cáncer por una manipulación incorrecta del material de laboratorio, ¿verdad?
- Por supuesto que no – reconoció Begoña, algo inquieta por lo que había estado a punto de hacer.
- Oye, Rodrigo, ¿y qué son estas cubetas con líquido ligeramente rojizo? – preguntó Raquel.
- Ah, sí, se me olvidaba… Son las “piscinas” con solución diluida de bromuro de etidio en las que se introducen los geles de agarosa para teñir el ADN. Como veis, son ligeramente rojizas, por el bromuro. Tened mucho cuidado, no vayáis a mancharos con ellas o a volcar alguna de las cubetas…
- ¿Y por qué hay líquidos de distinta tonalidad rojiza? – insistió Raquel.
- Bueno… en primer lugar, por contener distintas concentraciones de bromuro de etidio; aunque algunas soluciones, como aquella que está junto a la ventana, son casi transparentes porque, por lo que la experiencia nos ha permitido observar, la luz del sol descompone la molécula de bromuro de etidio. Por eso lo conservamos en frascos opacos a la luz. Por cierto, que habrá que echarle la bronca al que se ha dejado aquella cubeta junto a la ventana, por el gasto inútil de bromuro de etidio… Venga, salgamos de aquí y volvamos al laboratorio.
Así lo hicieron.
- Bueno, chicas – continuó Rodrigo -, me tendréis que disculpar, pero tengo un montón de cosas que hacer. Seguro que Pablo, que como habéis visto anda liado cortando y pegando fragmentos de ADN, se puede encargar de vosotras e incluso encargaros algún trabajito para ir calentando. ¿No os importa cambiar de instructor durante un rato, mientras cabo mis asuntos?
- No hay problema – contestó Raquel.
- Gracias, Rodrigo – añadió Begoña.

Serían aproximadamente las cinco de la tarde. Rodrigo se encontraba en el laboratorio intentando compaginar su trabajo en dos ordenadores a la vez: había conseguido terminar de pulir la “Discusión” de su tesis y la estaba imprimiendo, pero el ordenador no era de una gran capacidad –las estrecheces económicas de la Universidad –y le costaba un esfuerzo ingente manejar el extenso documento de la tesis doctoral, repleto de imágenes de gran tamaño que constantemente lo bloqueaban; por ello, Rodrigo había optado por utilizar durante la impresión otro ordenador para, paralelamente, acabar la publicación destinada al Journal of Biological Chemistry y el proyecto de investigación para sus próximos dos años en el laboratorio estadounidense del profesor Russell. Varias pilas de revistas científicas y fotocopias de artículos cubrían el lugar de trabajo, y Rodrigo oscilaba constantemente de un ordenador a otro con un lápiz apoyado tras la oreja mientras garabateaba con un bolígrafo de tinta roja en unos papeles. La verdad, estaba un poco estresado. Tuvo que rehusar la propuesta de algunos compañeros del Departamento para darse un chapuzón en la piscina universitaria antes de comer – hacía un espléndido y caluroso día de mediados de Mayo, y algunos habían decidido celebrar el estreno anual de la piscina cuanto antes -. Tampoco había podido bajar a comer con el resto de colegas de la Unidad…
Repentinamente, Rodrigo oyó unos gritos en el pasillo. Después, alguien comenzó a gritar su nombre. Era Pablo, que segundos después irrumpía en el laboratorio visiblemente nervioso.
- ¡Rodrigo, son tus chicas…!
- ¿Qué? ¿Qué ha pasado?
- Me las he llevado al cuarto de luz ultravioleta para enseñarles moléculas de ADN de distintos tamaños… y se les ha derramado encima una cubeta llena de bromuro de etidio, una de las que se utilizan para teñir geles de agarosa… Vamos, que se han duchado en él… Yo me he librado de milagro…
- ¡¿Qué?! ¡Déjame pasar! – gritó, apartando a Pablo y dirigiéndose al cuarto de luz ultravioleta, de donde provenían los gritos.
Efectivamente, allí estaban, rodeadas de un grupo de curiosos que intentaban tranquilizarlas, Raquel y Begoña, con el cabello, la cara, el cuello, las manos, la ropa,… teñidas del característico – y temido – color rojo del bromuro de etidio. Estaban muy asustadas.

(continuará)

Historias de becarios. Bromuro bajo el sol (I).

El director del Departamento de Biología Molecular de la Facultad, sentado en el sillón de cuero de su despacho, tecleaba con rapidez en el ordenador. En un momento dado, se incorporó en su asiento y miró distraídamente a través del cristal de la ventana, que permitía una amplia visión del patio trasero de la Facultad, el que se empleaba como aparcamiento privado para profesores. De repente, se quedó lívido. Aunque estaba solo en su despacho, gritó a alguien inexistente:
- ¡¿Pero qué coñ...?!
El director del Departamento de Biología Molecular se levantó violentamente de su sillón de cuero y se aproximó a la ventana para tener una mejor visión de lo que ocurría. Su frente comenzaba a sudar copiosamente, como siempre que algo le alteraba en extremo. Volvió a hablar solo:
- ¡¿Qué leches está pasando ahí...?!

El director del Departamento salió rápidamente de su despacho dando un fuerte portazo y bajó de dos en dos los escalones que conducían al aparcamiento mientras se aflojaba nerviosamente el nudo de la corbata.

Exactamente nueve horas antes, a las ocho y media de la mañana, Rodrigo atravesaba a gran velocidad la puerta del Departamento dirigiéndose hacia el laboratorio en el que había pasado los últimos cuatro años de su vida y donde le esperaba un día denso como pocos; lo sabía, y por eso, cuanto antes comenzara, mejor. Cuando pasó por delante de la puerta entrecerrada del despacho del director, oyó su voz, esa voz suave pero firme, que desde que era estudiante de la carrera le había inspirado muchísimo respeto y que, de hecho, aún seguía provocándoselo.
- Rodrigo, ¿puedes venir un momento?
Ese tono... Rodrigo intuyó que la lotería de los marrones había sido sorteada y una vez más, le había tocado... “Esperemos que no, porque con el día que tengo, no sé de dónde voy a sacar el tiempo”, pensaba mientras recolocaba en su lugar correspondiente una parte de su camisa que se había salido de su encierro bajo el pantalón – el director era un buen tipo, pero tenía sus manías excesivas, como la de mantener exageradamente las formas, en la ropa y en la actitud-. Rodrigo carraspeó levemente y entró en el despacho.
- Buenos días.
- Ven, Rodrigo, siéntate; estas son Raquel y Begoña. Son alumnas de quinto curso de la carrera y han solicitado una beca de colaboración en el Departamento para iniciarse en la investigación.
Rodrigo confirmó su fatal intuición: “Diosss, hoy no, hoy no, con todo lo que tengo que hacer y me van a colgar dos patitos para que me sigan a todas partes...”, pensaba mientras saludaba a las nuevas adquisiciones con un par de besos. El director del Departamento comenzó a desarrollar brevemente el currículo de cada una de las jóvenes aprendizas: matrículas de honor, cursos,... Rodrigo no conseguía atender. No hacía más que pensar en cómo reorganizarse el día: por un lado, tenía que terminar de pulir algún apartado de su tesis doctoral y tenerla lista antes de esa noche, porque quería llevarla a encuadernar en el mismo día; por otro lado, estaba la publicación para la revista Journal of Biological Chemistry; en ella contaba los últimos hallazgos de su tesis, pero la revista había condicionado su aceptación para ser publicada a que en un plazo de tres meses se realizaran un par de experimentos adicionales; Rodrigo había finalizado ya los experimentos solicitados, había reescrito la parte correspondiente del artículo científico y sólo le restaba pulir el inglés, pero eso llevaba su tiempo, y el plazo impuesto por la revista terminaba al día siguiente; y por último, como tras defender la tesis doctoral deseaba marcharse unos años al laboratorio del profesor Russell, en Estados Unidos, tenía que proponer un proyecto de investigación para una estancia de dos años y enviárselo a Russell por correo electrónico antes de que terminara la semana; con todo esto, Rodrigo no se hacía ilusiones: no se marcharía a casa antes de las once de la noche. Pero con dos discípulas novatas añadidas, ya podía prepararse para pasar la madrugada entre matraces...
-... y he pensado que tú podrías introducir a Raquel y Begoña en esto de la biología molecular.
- Por supuesto… ningún problema … yo me encargo... Lo que no sé es si podré con todo: acabar con la tesis, la publicación para el Journal, el proyecto para Russell...
- Un casi doctor como tú seguro que puede – sentenció el director pensando ya en otra cosa.
Rodrigo se levantó y con él Raquel y Begoña, muy modositas, muy calladas, mirándolo todo con una mezcla de curiosidad y respeto. Cuando atravesaban la puerta, el director llamó de nuevo su atención.
- Perdonadme un momento, Raquel, Begoña,... Es una cuestión que os parecerá intrascendente, lo sé, pero a la que yo le doy importancia. Me he fijado en que Begoña utiliza unos pantalones vaqueros que parecen... no sé... rotos en su parte de abajo... y que arrastran... Y luego el piercing de Raquel... No quiero hacer el papel de vuestro padre, pero creo que es importante que os diga que en este Departamento intentamos mantener una cierta formalidad, o al menos discreción, en la forma de vestir. Somos un grupo de investigación importante, a menudo nos visitan científicos ilustres de diversos países, por no decir los contactos que tenemos con la industria farmacéutica... Creo que me entendéis... Debemos mantener una imagen seria, que corresponda con el trabajo que aquí se hace...
Raquel y Begoña, bastante sorprendidas ante aquella apología de lo políticamente correcto, asintieron sin pronunciar vocablo alguno mientras abandonaban el despacho. Rodrigo llevaba oyendo ese sonsonete cuatro años y sabía que no era para tanto; él siempre iba a trabajar en deportivas y nadie le replicaba, pero recordaba muy bien su primer año como becario de investigación, en el que el enorme respeto que su director le producía había conseguido que, tras años de calzado deportivo, se comprara por fin unos zapatos. Sonrió al recordarlo y tranquilizó a sus discípulas:
- No le hagáis demasiado caso. Siempre cuenta lo mismo. Es un buen tipo, pero tiene sus manías. Dentro de un rato se le habrá olvidado lo que os ha dicho. En fin, chicas, seguidme. Vamos para mi “despacho”. Allí charlaremos con más tranquilidad.
El “despacho” de Rodrigo era una pequeña mesa de oficina por la que parecía haber pasado un tornado: fotocopias de artículos científicos en inglés, apuntes de experimentos a medio hacer, varias libretas gruesas con sus hojas repletas de fotografías de microscopía electrónica, fórmulas y cálculos que Raquel y Begoña no se atrevían a intentar descifrar... El laboratorio entero era un pequeño caos ordenado, un acúmulo de muchas pequeñas mesas de oficina como la de Rodrigo rodeando a la parte principal del laboratorio: las mesas para el trabajo “de manos” (o “poyatas”, como normalmente se las nombraba). Cada poyata, a su vez, era un microcosmos de botes de vidrio rellenos con líquidos de variados colores, tubos de ensayo, placas Petri, minúsculos tubos de plástico con una pequeña tapa incorporada – los tubos eppendorfs, los más usados en el mundillo biológico-molecular -, y unas diez personas concentradas en sus respectivos experimentos mientras como música de fondo se oía, a un volumen bajo, la emisora de los “40 principales”. Rodrigo tomó asiento en su silla – adoraba su silla, era muy cómoda; la había conseguido en unos laboratorios que habían cerrado y antes avisaron de que iban a tirar a la basura todo su mobiliario- y sus discípulas le imitaron en sendos taburetes.
- Como hoy es vuestro primer día, creo que, mejor que poneros a hacer experimentos como locas y sin saber lo que hacéis, prefiero que me preguntéis lo que queráis: del Departamento, de lo que hacemos aquí, de si habéis pensado bien esto de ser investigadoras o quizá necesitáis un examen psiquiátrico – Rodrigo sonrió y las chicas rieron.
- Vale, empiezo yo – se animó Begoña -; me parece increíble esto de trastear nada menos que con genes: ¿cómo coges un gen de aquí, lo pones allí, lo mutas, le haces perrerías,…? ¡Si no los “ves” ni los puedes “coger”…! ¿Cómo se hace eso?
- Bueno, bueno, lo mejor es ir al grano, ¿verdad? Seguidme y os lo explicaré.

(continuará)

martes, 8 de junio de 2010

Vida asombrosa

Les confesaré algo: son incontables los dones que el Cielo no quiso darme, pero uno de los que sí me concedió fue el del asombro. Y estoy muy agradecido por ello.

Como suele ocurrir en Biología, en este campo tampoco escapamos del binomio genética – ambiente (nature versus nurture, como dicen los anglosajones). Pero es que un servidor tuvo suerte en los dos aspectos: sin duda son genes procedentes de mi padre - un auténtico experto en eso de asombrarse ante las ciencias naturales – los que me inducen a buscar y experimentar también ese asombro; y sin duda también, fueron sus enseñanzas y su ejemplo los que, finalmente, hicieron de mí un “asombrado” incurable. Y es que el asombro ante la ciencia también puede enseñarse; y quizá no saber esto es parte del problema en nuestro sistema educativo. Pero ya me estoy yendo del tema…

Buceo con algo de esfuerzo en mi memoria, yendo más y más hacia atrás, y me veo de niño, sentado en el suelo, frente al televisor, con mi padre sentado en un sillón junto a mí fumando su pipa. Es invierno, de noche, afuera hace frío, en el salón hay poca luz. Mi madre trastea en la cocina. Mi hermano pequeño, que apenas ha aprendido a hablar, se mantiene callado ante lo que percibe como un momento que no debe ser alterado. En la televisión, un documental sobre naturaleza, seguramente biología marina. Ante mis curiosos ojos desfilan medusas de tentáculos ondulantes, seres bioluminiscentes de los fondos abisales, gigantescas ballenas, fragilísimos caballitos de mar, animales marinos que parecen plantas, plantas marinas que parecen animales… Mi padre, sólo de vez en cuando, hace breves comentarios que me facilitan la comprensión de lo que veo y de las palabras, a veces complejas, del locutor. Huele al tabaco que lentamente se consume en la pipa. No puedo apartar la vista del televisor. Estoy sintiendo, quizá por primera vez, ese asombro que es condición sine qua non para el interés por la Naturaleza; y, quizá aún más importante, esa mezcla de leve excitación y serena alegría que llamamos entusiasmo; entusiasmo ante la perspectiva de aprender algo nuevo.

Así pues, inacabable asombro ante la naturaleza e irreprimible entusiasmo por aprender más y más de ella. Quizá sean, en efecto, los dos elementos más básicos de un espíritu científico. Y es que saber produce placer, y el que no puede entenderlo se pierde una de las experiencias intelectuales y emotivas más bellas y específicas del ser humano.

Aunque los documentales de cosmología también ejercían una enorme atracción sobre mí, nada podía compararse al exuberante despliegue de la Vida en nuestro planeta. Desde muy pronto estuvo claro: amaría a la ciencia y el conocimiento por siempre, pero lo que sentía por el fenómeno conocido más fascinante del universo, la Vida, sólo podía equipararse a la pasión irrefrenable por una amante. A menudo hojeé libros antiguos de biología de mi padre, venerables tratados, ya desfasados, pero en los que, al acariciar y leer sus páginas, aún se sentía palpitar la llama del asombro y el entusiasmo de esos investigadores separados de mí por muchas décadas. ¡Cuántos años de trabajo desesperantemente lento y duro para ir arrancándole a la Vida sus secretos! Algunos de esos viejos volúmenes de contenido anticuado me acompañaron a Madrid al comenzar mis estudios universitarios; y aún siguen en mis estanterías.

Probablemente por mi forma de ser, mi algo de filósofo que se interesa por las causas primeras de las cosas, la decisión estaba cantada: si había que especializarse en algo sería en lo fundamental. Y así, células y genes fueron la causa de mis desvelos durante unos cuantos años, los que tardé en doctorarme. El asombro y el entusiasmo no me habían abandonado: poder modificar los engranajes de la vida en su nivel más básico, comenzar a entender el delicado mecanismo de relojería que hace a una célula estar “viva”… Todo era un sueño hecho realidad.

Hoy día, sigo asombrándome y entusiasmándome con el fenómeno de la Vida. ¿Qué es, en realidad? Es un polvo de átomos desperdigados por el Cosmos que acaba autoorganizándose en estructuras de cada vez mayor complejidad, con el único objetivo de autoperpetuarse en el tiempo cada vez con mayor eficacia. En efecto: en principio, es simplemente eso. Pero las estructuras surgidas como solución a este reto acabarían por alcanzar niveles de complejidad absolutamente enloquecedores, de los cuales, por el momento, la mente humana es el máximo exponente. El propio Universo, tras casi 14.000 millones de años, ha conseguido hacerse consciente en nosotros y preguntarse sobre sí mismo. Si esto no causa asombro, ya no sé qué puede hacerlo.

Es triste que el simple paso de los años disminuya la intensidad de los sentimientos de asombro y entusiasmo ante el conocimiento. En fin. No se puede luchar contra ello. Pero daría lo que fuera por volver a experimentar la agradable ansiedad de aquel niño de corta edad que veía en televisión por primera vez las criaturas de los fondos marinos abisales…

Freaks de la Biología (y II): La hipótesis (errónea) más grande de la Historia

Francis Crick se limpió con una servilleta, se incorporó, y se dirigió hacia una amplia pizarra con aspecto de no haber sido usada en mucho tiempo:
- Bien, amigos, no os torturaré más con la espera. Vamos al meollo del asunto. Que no es otro que el desciframiento del código genético.
- Venga ya…
- ¿Nos estás diciendo que has descifrado el código, tú solo?
- ¿Es otra de tus payasadas, Crick?
- Amigos, por favor – intercedió Watson, – dejémosle terminar.
- Gracias, Jim – prosiguió Crick -. Nuestra pregunta es: ¿cuál es la relación entre la secuencia aparentemente arbitraria de adeninas, guaninas, citosinas y timinas en el ADN y la secuencia básica lineal de una proteína concreta? Como todos sabéis, se podría pensar, en primer lugar, que cada base nitrogenada correspondiera a un aminoácido: por ejemplo, A podría “significar” alanina, T, arginina, G, asparagina y C, ácido aspártico; de esta forma, la secuencia de ADN AGCTGG se traduciría en una pequeña proteína (un péptido, para hablar con propiedad) con la secuencia alanina – asparagina - ácido aspártico – arginina – asparagina - asparagina. Resulta obvio que este modelo es insuficiente: ¡nos faltan aún dieciséis aminoácidos que codificar en el ADN! Hagamos un nuevo intento: ¿y si son dos bases nitrogenadas consecutivas las que “significan” un aminoácido? Podemos calcular cuántas combinaciones de dos bases nitrogenadas se pueden obtener: en estricto lenguaje matemático, no son combinaciones, sino las variaciones con repetición de cuatro elementos tomados de dos en dos, es decir, 42, por tanto, dieciséis. ¡Nos siguen faltando cuatro aminoácidos! Pero no nos rindamos: ¿y si cada aminoácido fuera codificado no por una, ni dos, sino por tres bases nitrogenadas? Veamos… las variaciones totales serían 43, es decir, sesenta y cuatro. Mucho mejor. Ahora podemos obtener los veinte aminoácidos… ¡pero ahora nos sobran cuarenta y cuatro combinaciones! Es, coincidiréis conmigo, una pequeña pesadilla... Sigamos pensando, pues. Quizá cada aminoácido pueda ser codificado por más de una tríada de bases; por ejemplo, GAT, CGT y, digamos, TGA podrían significar, los tres, el aminoácido arginina. Es posible. Sin embargo, un código de este tipo, “degenerado”, a mi entender está bastante alejado de la elegancia con la que la Naturaleza resuelve sus retos: excesiva confusión, poca economía… Y ahora llega mi hipótesis; es sencilla: tan sólo veinte de esas sesenta y cuatro posibilidades son realmente útiles. Me entenderéis enseguida. Inventemos una porción de código genético completamente arbitraria; con diez tripletes de bases será suficiente para mi ejemplo:

ATG - Arginina
AGA - Leucina
AGC - Asparagina
ACA - Metionina
TGA - Prolina
TGT - Serina
CAG - Valina
GAC - Glicina
GTG - Isoleucina
GAG - Treonina

Y ahora imaginemos una secuencia muy corta de ADN: ATGTGACAGAGC. Por supuesto, el mecanismo que posee la célula para la lectura de esta secuencia - y la consiguiente fabricación de la proteína codificada en ella - interpretará la sucesión de bases como ATG TGA CAG AGC que, como todos podéis apreciar claramente, corresponde al péptido arginina – prolina – valina – asparagina. Sencillo, ¿verdad? Pero, ¡amigos míos!, no olvidemos que nos movemos en la vieja y querida Biología, no en las exactas e inefables Matemáticas: en los procesos biológicos pueden cometerse errores. Imaginad que el mecanismo de lectura comienza la secuencia obviando, por error, la primera base; leería algo diferente: A TGT GAC AGA GC, que corresponde al péptido serina – glicina – leucina, muy diferente al anterior. ¿Y si el mecanismo de lectura se equivocara en dos bases? Tendríamos AT GTG ACA GAG C, que corresponde a isoleucina – metionina - treonina. Evidentemente, la célula no puede permitirse, al cometer estos pequeños errores de lectura, que se produzcan tales catástrofes en la proteína resultante. La Naturaleza no puede ser tan chapucera. Tiene que haber otra solución… Debemos seleccionar veinte tríadas que hagan imposible, de manera automática, que se produzcan errores como los que os he mostrado. O, dicho de otro modo, tenemos que excluir todos los tripletes que se puedan interpretar mal si se comienzan a leer por el lugar equivocado. Parece más fácil decirlo que hacerlo, ¿verdad? Pero comprobaréis que no es complicado: en primer lugar, vamos a eliminar las posibilidades AAA, TTT, GGG y CCC, que son las que, obviamente, pueden resultar más confusas; y, a continuación, repartiremos el resto de los tripletes en grupos, de tal forma que cada grupo contenga tres tripletes con las mismas bases siguiendo un mismo orden rotatorio. Por ejemplo, ATG, TGA y GAT. Quedará algo así:

AAT, ATA, TAA
ATG, TGA, GAT
AGC, GCA, CAG
TCG, CGT, GTC
AAC, ACA, CAA
ACT, CTA, TAC
AGG, GGA, GAG
TGC, GCT, CTG
AAG, AGA, GAA
ACC, CCA, CAC
TTC, TCT, CTT
TGG, GGT, GTG
ATT, TTA, TAT
ACG, CGA, GAC
TTG, TGT, GTT
CCG, CGC, GCC
ATC, TCA, CAT
AGT, GTA, TAG
TCC, CCT, CTC
CGG, GGC, GCG

Y ahora, amigos… la magia: seleccionad tan sólo un triplete de cada grupo, dándole valor codificador de un aminoácido, y considerad que el resto de tripletes del grupo no tiene sentido, es decir, no “significan” ningún aminoácido. Haced la prueba, escoged como útil, por ejemplo, el primer triplete de cada grupo y fabricad una cadena de ADN a partir de, por ejemplo, los tripletes útiles de los primeros cinco grupos: AAT AAC AAG ATT ATC; si hay un error en la lectura y el mecanismo obvia una base, leerá A ATA ACA AGA TTA TC que, como podéis comprobar en la tabla, no tiene sentido y no codifica para ninguna proteína errónea. Si el mecanismo saltase dos bases, tendríamos AA TAA CAA GAT TAT C, que, de nuevo, no tiene sentido…
- Entonces… ¿tan sólo un triplete de cada grupo puede sobrevivir en el código?
- Exactamente. Y ahora, hacedme el favor de contar cuántos tripletes con sentido tendría nuestro código…
- Uno de cada grupo… Veinte… ¡Veinte! ¡Los veinte aminoácidos!
- ¡Es cierto!
- En realidad – continuó Crick - no es tan sencillo como he intentado que pareciera, y mi ejemplo ha sido, lo reconozco, bastante burdo. Para ser sincero, os confesaré que la elección de un triplete en cada grupo condiciona la elección de los siguientes, hecho que lo complica todo… Y, además, no existe un único código genético posible, sino muchos; he realizado los cálculos matemáticos necesarios y las posibilidades totales son doscientas ochenta y ocho, de las cuales tan sólo una habrá sido la elegida por la Naturaleza, pero…
- ¡… pero eso ya queda para los experimentadores, Crick! ¡Tú has descubierto la filosofía interna del problema! – exclamó un Feynman al borde de la lágrima.
- Lo reconozco: te has superado – admitió, entre admirado y derrotado, Delbrück.
- Te odio - reconoció Watson -. Todos te odiamos. Eres un jodido superdotado.

Sin embargo… Crick se equivocó. En el Congreso de Bioquímica de Moscú de 1961, Marshall Niremberg describió su diáfano experimento: había añadido un ARN constituido únicamente por uracilos (UUUU…; el uracilo en el ARN es el equivalente a la timina – T – en el ADN) a un sistema de ribosomas desprovisto de células. La proteína que se formó tan sólo contenía un tipo de aminoácido: fenilalanina. Se acababa de descifrar la primera palabra del código genético: el triplete UUU (o en ADN el TTT) significaba fenilalanina. Y si un triplete tan “confuso” como UUU tenía sentido para la célula, la charla de Niremberg era el primer clavo en el ataúd de la hipótesis de Crick.
La Naturaleza no parecía temer a la confusión: se decantaba por un código en el que, después de todo, quizá todas o casi todas las combinaciones de tres bases podrían tener sentido y, por ello, estaba más sujeto a los errores que cinco años atrás describiera Crick ante el Club de la Corbata de ARN. Francis Crick había errado el tiro por primera vez. Pero, incluso en el error, seguía dejando patente su brillantez: su código genético era, en algún sentido, más elegante, más práctico, mejor, en suma, que el de la propia Naturaleza.
Años más tarde, en el creciente mundo del ADN, la idea genial de Francis Crick sería conocida como la hipótesis (errónea) más grande de la Historia.

Freaks de la Biología (I): De corbatas y ARN

James Watson estudiaba las gotas de lluvia que resbalaban en el cristal de la ventana, discurriendo por caminos sinuosos e impredecibles, sin repetir nunca un trayecto... Más allá se intuía la campiña inglesa, intensamente verde y apacible, sin duda empapada del olor de la tierra mojada… ¿Cuánto hacía ya? Más de tres años desde que abandonó el Laboratorio Cavendish e Inglaterra para incorporarse a la Universidad de Harvard, en Estados Unidos. Volvía a su mundo - a fin de cuentas, era americano -, pero los escasos años en Cambridge habían sido intensos en todos los sentidos; a la cabeza, por supuesto, las chicas inglesas; seguidas de cerca por el descubrimiento de la estructura de la molécula de ADN, que compartió con Crick, y cuyo eco resonaba cada vez con más fuerza en los mentideros científicos como trabajo candidato al Premio Nobel…
Watson emergió de sus recuerdos. Estaba de vuelta en el Laboratorio Cavendish, y parecía que nunca se había marchado. Todo seguía igual. Dejó de observar la lluvia y depositó la mirada en el magnífico salón de estilo victoriano en el que se encontraba. Aquellos muebles de madera vieja y crujiente; la araña de cristal del techo, con su pátina de polvo; la chimenea encendida, presidiendo la estancia para ayudar a combatir el frío de noviembre…
- Ah, Jim, ya estás aquí. Un yankee de puntualidad británica, no dejas de sorprenderme – pronunció una voz alegre, con un fuerte acento ruso.
- Hola, George, no te había oído entrar – respondió Watson -. ¿Ya habéis llegado? Pasad, pasad,…
Watson avanzó hasta la puerta y la abrió de par en par. Fuera aguardaba un grupo de personas sonrientes que se abrazaban y daban la mano, como viejos amigos que hiciera tiempo que no se vieran. Watson se unió al grupo y a los efusivos saludos y a continuación invitó a todos a entrar en el salón y a ocupar posiciones alrededor de la gran mesa dispuesta cerca de la chimenea. Mientras esto ocurría, un pequeño ejército de camareros tomó la estancia y depositó a diestro y siniestro docenas de tazas de te, café, teteras, cafeteras y numerosas bandejas repletas de pastas y sándwiches en equilibrio inestable. Mientras servía el té y el café, el personal de servicio no pudo dejar de observar, intrigado, un peculiar rasgo indumentario de todos los presentes: sin excepción, vestían corbata de extraño diseño, semejante a una espiral que se desplegaba ocupando toda la longitud de la corbata y a cuyos lados aparecían extraños polígonos, que a algún camarero le recordaron las fórmulas químicas que alguna vez llegó a atisbar en las pizarras del Cavendish; por descontado que ninguno de ellos había contemplado en su vida una corbata así, y menos aún que todos los asistentes a una reunión coincidieran a la hora de elegirla. La camarera de mayor edad se percató de que, además, las iniciales grabadas en los alfileres de las corbatas no parecían coincidir, como era de esperar, con los nombres de sus dueños; al menos era el caso del profesor Watson, (PRO no tenía nada que ver, a primera vista, con “James D. Watson”).

Mientras el servicio abandonaba el salón, la vieja camarera, cargada de razón, sentenció:
- En este sitio siempre han estado todos como cabras.
El Club de la Corbata de ARN había sido fundado por James Watson y el físico ruso George Gamow con un único fin: descifrar el código genético; o, dicho de otra forma, comprender cómo la sucesión aparentemente azarosa de cuatro compuestos químicos conocidos como bases nitrogenadas (adenina, guanina, uracilo y citosina) a lo largo de una molécula de ARN es capaz de portar la información necesaria para la síntesis de una proteína concreta. Dado que todas las proteínas en los seres vivos se constituyen a partir de tan sólo veinte componentes - conocidos como aminoácidos - se da el caso de que una secuencia lineal de cuatro elementos- A, G, U, C - se traduce en una nueva secuencia lineal de veinte elementos. ¿Qué regla escondida rige este proceso? El reto era tan emocionante que a él respondieron científicos de distintas disciplinas. El propio cofundador del Club, George Gamow, era cosmólogo, además de uno de los tipos más excéntricos y chistosos que uno pudiera imaginarse. Una de sus bromas había llegado a ser mundialmente conocida: en un artículo publicado en 1948, Gamow razonaba la abundancia relativa de cada elemento químico presente en el universo relacionándola con los procesos termonucleares que habían tenido lugar en las primeras fases del Big Bang. Había llevado a cabo la investigación junto a su alumno Ralph Alpher. Cuando el trabajo estaba a punto de ser remitido a una revista científica, Gamow decidió incluir también entre los autores el nombre de su amigo Hans Bethe - eminente físico teórico, sin duda, pero que no había contribuido ni en una coma al artículo - para que los autores resultaran ser finalmente Alpher, Bethe y Gamow. Para mayor regocijo de Gamow, el artículo se publicó el Día de los Inocentes. En el mundillo astrofísico se le conocía como el artículo αβγ.
El peculiar sentido del humor del físico ruso tenía que dejarse notar en su nueva afición por la biología. Junto con Watson había acordado que el número de socios del Club de la Corbata de ARN se redujera a veinte, uno por cada aminoácido, y que fuera de obligado cumplimiento asistir a las reuniones ataviado con aquella ridícula corbata que él mismo se ocupó en diseñar. Gamow también encargó la fabricación de alfileres de corbata específicos de cada aminoácido: en cada uno aparecía grabada la abreviatura de tres letras que se usa normalmente para designar los aminoácidos, y cada miembro era responsable de estudiar con especial ahínco su alter ego aminoacídico. Watson vestía el PRO (del aminoácido prolina) y Gamow el ALA (de alanina).
No dejaba de ser significativo que la mayoría de los científicos interesados por el desciframiento del código genético cupiera en un club de tan sólo veinte socios. Entre otros miembros de relevancia se encontraban el físico cuántico Richard Feynman, el cristalógrafo Max Delbrück, el químico Erwin Chargaff, y nombres que comenzaban a respetarse en el mundo científico como Gunter Stent, Leslie Orgel, o Sydney Brenner.
Y, por supuesto, Francis Crick.
Pero Crick no había llegado aun. Y aquél día su presencia era fundamental.
- ¿Dónde está Francis? – preguntó con acusado interés Delbrück (triptófano), uno de los mayores expertos en difracción de rayos X de Inglaterra.
- Siempre llamando la atención. Si no es con sus alocadas teorías, tiene que ser haciéndose esperar – comentó Chargaff (lisina), en cuyas investigaciones sobre la química del ADN se basaron Watson y Crick para su modelo de la doble hélice.
- Espero que lo que tenga que decirnos hoy sea verdaderamente importante. ¡Me he escapado del Congreso de Física Cuántica de Londres para venir a esta reunión improvisada! Aunque… bueno, a quién quiero engañar, ¡era un congreso horriblemente aburrido! – reconoció Feynman (glicina), una de las mentes más originales de la física del momento, despertando la sonrisa general.
- Tranquilo, Richard – dijo una voz desde la puerta - : lo que os voy a contar hará palidecer esas teorías sobre electrones fantasmagóricos de las que tan orgullosos estáis.
Por supuesto, se trataba de Francis Crick, que sonreía y miraba a todos con su típica expresión mezcla de superioridad y sarcasmo. Todos se levantaron para saludarle amistosamente y, acto seguido, se abalanzaron sobre las montañas de sándwiches y los castillos de pastas.

(continuará)

miércoles, 26 de mayo de 2010

La vida sintética de Craig Venter


Venter es uno de esos personajes que no pasan desapercibidos. Ya le fichó la prensa más allá del ámbito científico desde que compitiera en solitario con el mastodóntico consorcio público internacional mediante su iniciativa privada (Celera Genomics) para secuenciar el genoma humano, aventura que finalizó en tablas e inauguró una nueva era para la Biomedicina en el naciente siglo XXI. Nadie le ha perdonado que al inicio de su carrera intentara patentar sistemáticamente algunas secuencias humanas. Pero hay que reconocerle que antes que eso había dado pautas clave para la labor cartográfica que permitió luego resolver el puzzle del genoma humano. También fue capaz de ensamblar el primer genoma bacteriano para demostrar la validez de su estrategia, llamada shotgun, una forma de resolver el rompecabezas mediante el uso de supercomputadoras, menos precisa pero mucho más rápida que la propuesta por el consorcio público. A mí me gusta traducir eso del shotgun como “Aquí te pillo, aquí te mato”. Muy americano. En plena vorágine genómica no tuvo reparo en dar un par de cambiazos e incluir su propio genoma entre los secuenciados. Lobo marino donde los haya, se dedicó luego a recorrer los siete mares en un yate equipado con los aparejos necesarios para pescar consorcios de microorganismos marinos que revelaron una biodiversidad insospechada en nuestro planeta, abriendo la puerta a la Metagenómica, otro de los hitos de la biología actual. Y ahora vuelve a las portadas para sorprender con la creación de lo que se ha bautizado la primera célula sintética. El debate ético salta de nuevo a un primer plano en torno al científico más mediático de los últimos tiempos.
Lo que ha hecho Venter no es crear vida sintética literalmente. Hay que matizar. Lo que realmente ha hecho es sintetizar químicamente fragmentos de ADN, ensamblarlos mediante recombinación in vivo utilizando como soporte células de levadura cervecera (Saccharomyces cerevisiae, ya sabéis, el mejor amigo del hombre: también hace pan y vino, siento quitarles protagonismo a los chuchos), y luego implantar el cromosoma artificial en células de micoplasma, una bacteria simple como ella sola que tiene la ventaja para su manipulación de carecer de envoltura rígida, es decir, pared celular. Para no correr riesgos ha sintetizado el genoma de una especie de Mycoplasma y se lo ha implantado a otra. Ello lleva a que la bacteria se reprograme en cuanto recibe la nueva información genética y se comporte como la otra especie. La diferencia en la secuencia de ambos genomas es de un 10%, que no parece mucho, pero el propio Venter añade que es aproximadamente la diferencia entre un hombre y un ratón. Es un hito científico, sin duda. El mérito está en las pequeñas grandes cosas, las que escapan al debate ético. La síntesis química dirigida por ordenador de moléculas grandes de ADN puede ser horriblemente cara para los tiempos que corren, pero no sorprendente desde el punto de vista técnico. Lo asombroso técnicamente es, por ejemplo, el ensamblaje de este pequeño genoma en la levadura y su extracción y reimplantación en la bacteria. Venter y sus treinta y pico científicos de élite (de los bien pagados y considerados, toma nota, Gobierno de España) han tenido que superar unos cuantos problemas, como vencer el “sistema de restricción” que la célula tiene para eliminar ADNs extraños, una especie de mini-sistema inmune que las bacterias tienen contra los virus bacteriófagos y que ha tenido que ser neutralizado para que no se produjera un “rechazo” en el transplante de ADN. Bueno, eso y miles de pequeñas cosas que no se suelen contar una vez cantado el eureka, probablemente.
Hoy poseemos tanta información genética que abaratar este proceso para hacerlo de forma rutinaria implicaría el poder generar bacterias de diseño como churros. Por ejemplo, podemos meterles a esos genomas colecciones de genes a la carta procedentes de otras bacterias que les doten de “superpoderes” metabólicos. De hecho, lo que quiere hacer Venter es algo así como una bacteria que produzca petróleo a escala industrial. Para eso recibe una pasta gansa de Exxon. Y no es ciencia ficción. Es factible. ¿Por qué no? Quizás la principal barrera a superar será el saltar a otras bacterias más manejables (dudo que los micoplasmas, que crecen lento y son muy difíciles de cultivar, es decir, son a un superhéroe lo que Rompetechos a Spiderman, sean rentables a gran escala), con el problema de que eso supone trabajar con genomas mucho más grandes, o bien dotar a los micoplasmas sintéticos de una buena capacidad de crecimiento sobre fuentes de carbono y energía baratas.
Como nos enseñó el siglo XX, todos los hitos científicos pueden ser muy beneficiosos si se usan con buen criterio, es decir, por el bien de la humanidad y para mantener la integridad y el equilibrio del planeta. Producir energía limpia a partir de nuestra basura orgánica es útil, por ejemplo. Pero los grandes avances pueden ser devastadores si se explotan para los intereses de unos pocos, como suele venir ocurriendo. Lo que cuestionamos aquí es la dimensión ética del ser humano, como siempre. Somos capaces, sí, pero… ¿Estamos preparados? Como dijo un sabio anónimo, miedito me da. Pero, en fin, seamos optimistas… Si no tenemos fe en la humanidad no estaríamos trabajando para contribuir al progreso. A un progreso sostenible, esperemos.

lunes, 19 de abril de 2010

Señalización celular: Una de indios


Hoy discutíamos unos cuantos colegas en un seminario científico sobre cómo entender los circuitos de señalización celular. La ponencia se basaba en un ataque al planteamiento de base que utilizamos para interpretar la biología desde el prisma limitado que nos ofrece nuestra experimentación. Sabemos que un receptor en la membrana de la célula reconoce un ligando en el exterior (una hormona, por ejemplo), lo que causa un cambio en su conformación que lo expone a ser modificado por enzimas de tipo quinasa del interior celular mediante la adición de fosfato (fosforilación). Esto modifica su afinidad por proteínas encargadas de desencadenar una serie de respuestas mediante la transmisión de la señal recibida hasta una serie de proteínas efectoras que serán capaces incluso de reprogramar el metabolismo celular y la expresión de los genes para adaptarse o responder al estímulo recibido. Y ahora me explico: es como si la célula fuese un fuerte del 7º de caballería. El receptor sería el cabo de guardia que detecta la nube de polvo que levantan los indios aproximándose en el horizonte. El cambio conformacional consiste en que el receptor saca el cornetín y da el toque de alerta. El regimiento responde levantándose del catre y cogiendo las armas, preparándose para la defensa del fuerte. La diferencia es que en la célula las proteínas son sordas, de modo que se comunican por la generación de mediadores químicos (llamados segundos mensajeros) o por contacto directo entre sí (formando "complejos") o mediante activación secuencial de quinasas que van repartiendo fosfatos al siguiente de la fila. Es decir, que si los soldados del 7º de caballería fueran sordos, y este es un mejor símil, además de morir con las botas puestas, tendrían que transmitirse la señal despertándose unos a otros mediante collejas (la colleja en forma de fosfato que recibes es lo que te estimula para collejear, es decir fosforilar, al siguiente). Los biólogos esto lo representamos mediante diagramas de flechas, como el que reproduzco en la figura.
La polémica que nos tuvo entretenidos hoy un rato durante nuestro seminario es que hay científicos que postulan que este diagrama, que a cientos de laboratorios del mundo nos ha costado décadas construir mediante una acumulación de pruebas experimentales basadas en minuciosos experimentos bioquímicos, es demasiado simplista y nos oculta la realidad. Postulan que hemos intentado entender la célula como una máquina molecular, poniendo cada engranaje bioquímico en su sitio para que el todo funcione, pero no hemos tenido en cuenta que se trata de una máquina dinámica en la que cada engranaje está representado miles de veces en un espacio vagamente delimitado, flotando en un fluído al azar, y que cada una de las copias de esas miles de piezas iguales que debe encontrar a las correspondientes piezas de otro tipo adecuadas para funcionar no tienen por que ser idénticas, sino que pueden estar en estados distintos. Un ejemplo es un receptor que es susceptible de fosforilarse en 10 sitios diferentes (vamos, que en cuanto vienen los indios le fríen a collejas). No todos los sitios están fosforilados a la vez en todas la copias del receptor. Pongamos que en la célula hay 10.000 cabos de guardia repartidos por el perímetro del fuerte, y aunque las collejas empiezan en cuanto vienen los indios (el estímulo) no todos los cabos reciben el mismo número de collejas. Habrá receptores sin ningún fosfato (el cabo miope o el que se quedó dormido), otros por ejemplo con un fosfato en una posición concreta de las 10 posibles, otros con dos, tres, seis, etc. fosfatos aquí y allá y, por último, los más excitables, estarán totalmente collejeados. La cosa se complica porque según la posición en la que la proteína se fosforile, la señal puede activarse o inhibirse. Es decir, hay collejas que despiertan a los soldados y otras, quizás por exceso de celo, que les dejan KO. Nuestra manera de saber si la célula responde es puramente estadística. Es lo malo de trabajar con lo invisible. En primer lugar, asumimos que todas las células de la población que investigamos responden por igual y que los aproximadamente 10.000 receptores de cada célula también responden por igual. Soltamos los indios y al rato destruímos y homogeneizamos los fuertes. A partir de ese "lisado" u "homogeneizado", nuestra preciosa muestra biológica, purificamos en masa todos los cabos de guardia que podemos y vemos en qué medida están fosforilados. Es decir, tenemos un dato medio de la respuesta de la población que es útil en la medida que lo comparamos con un experimento control hecho en paralelo en el que no hemos añadido indios. Así decimos que tal receptor se fosforila en presencia de tal estímulo. Y así vamos componente por componente hasta que dibujamos la ruta de transmisión de la señal. Pero nos estamos perdiendo la película de verdad, la historia individual de cada uno de los héroes... El que estaba borracho de whisky por un desamor y no se enteró (una proteína que andaba inhibida o camino de su degradación por la activación concomitante de otro estímulo celular no relacionado), el que estaba especialmente alerta porque sabe que Jerónimo siempre ataca las noches de luna llena (un receptor pre-sensibilizado a causa de anteriores estímulos), y un largo etcétera porque cada receptor tiene su historia. Sí, podemos hablar de un teorema de Ortega y Gasset molecular: una proteína es ella y su circunstancia.
Parece ser que nos queda el consuelo de que metiendo estos datos en una supercomputadora, en el futuro aprenderemos mucho mejor cómo se comportan los representantes de cada eslabón de la cadena. Pero a los investigadores, que no tenemos más remedio que basar nuestras hipótesis en aproximaciones experimentales que nos aportan una información limitada, no nos queda sino cruzar los dedos para que, como esperamos, los superordenadores futuros confirmen, salvo grandes sorpresas, lo que sospechamos. Es decir, que existe cierta disciplina militar en la célula, y que el colectivo de receptores, salvando su contexto espacio-temporal, se comporta según un patrón previsto, admitiendo poca variación en el reparto de collejas. Ya se ocupará la evolución, cuando corresponda, de establecer nuevas normas de disciplina si las vigentes no aseguran la supervivencia.
Y dicho esto, queda enterrado el hacha de guerra.

domingo, 21 de marzo de 2010

Félix y los toros


Durante las últimas semanas la prensa se ha inundado de apasionados comentarios tanto en contra como a favor de la tauromaquia, a raíz del debate sobre la abolición de las corridas en Cataluña. Por el lado abolicionista, los partidarios de defender los derechos de los animales, que han centrado el debate en la mera cuestión ética sobre la crueldad que se derrocha durante el sacrificio del animal y si éste es o no consciente del dolor. Por la otra parte, los defensores de la pintoresca tradición secular de un festejo que guste o no es uno de los aspectos más coloristas de nuestra idiosincrasia nacional y un reclamo para el turismo. Al hilo de esta polémica han surgido voces desde el ámbito científico que merece la pena escuchar, notablemente Jorge Wagensberg, un excelente divulgador cuya obra recomendamos encarecidamente (desde aquellas Ideas para la imaginación impura de 1998 ha publicado varios libros, con títulos tan sugerentes como Si la naturaleza es la respuesta ¿cuál era la pregunta? o El gozo intelectual: teoría y práctica sobre la inteligibilidad y la belleza). Wagensberg se ha posicionado contra la fiesta de manera sorprendentemente radical para una persona tan reflexiva, con argumentos escalofriantemente convincentes sobre el obvio sufrimiento de la criatura sacrificada. A esto han respondido eruditos del ámbito pro-taurino que quienes esgrimen estos argumentos parecen equiparar la dignidad de un toro de casta con la de una persona. Realmente un toro bravo puede ser una criatura más noble que algunas personas, desde luego, y nadie pone en tela de juicio su inocencia de toda culpa. Pero ironizar con la tesis que esgrimen los defensores de los derechos de los animales no es constructivo, puesto que no creo que éstos deseen equiparar a los animales con el ser humano, sino protegerles de abusos innecesarios. Porque esto hay que reconocerlo: se trata de un abuso innecesario. Pintoresco, eso sí, pero, la corrida es efectivamente un espectáculo sangriento y primitivo que causa revulsión a la mayoría de las personas de mi generación, en parte porque de niños veíamos todas las semanas a Félix Rodríguez de la Fuente, ese pionero del conservacionismo en España de cuya desaparición se han cumplido ahora 30 largos años y por ello ha coincidido en el espacio audiovisual con la polémica taurina. Volver a escuchar su voz en la tele a raíz de esta conmemoración me ha hecho comprender en parte la inmensa influencia que este personaje irrepetible ejerció en mi generación. Es simplemente prodigiosa la capacidad de uso del lenguaje que Rodríguez de la Fuente poseía, la entonación hipnótica, la manera de encontrar la palabra exacta para transmitir pasión. Irrepetible. Entre otras cosas porque lo que él predicaba era entonces un lenguaje nuevo que tuvo un importante calado en una sociedad perpleja, que pasó en una década de ver alimañas a ver especies protegidas. Hoy el mismo mensaje tiene el mismo interés pero no la novedad y, sobre todo, no creo que exista sobre la faz de la tierra un comunicador tan carismático y peculiar como él.
Pues sí, debe ser por culpa de Félix que no me guste ver sufrir a los animales, porque los hechos demuestran que la naturaleza humana no siempre es respetuosa con ellos. Sin embargo, no me voy a posicionar radicalmente en contra de la Fiesta Nacional, pues aunque yo no soporte personalmente el espectáculo, por razones puramente antropológicas sí he de respetar a quienes lo encuentren apasionante. No sería coherente para un amante de la cultura mediterránea que daría cualquier cosa por viajar en el tiempo y ver a los jóvenes minoicos saltando atléticamente entre los cuernos de los toros sagrados o asistir a los sacrificios ofrecidos a los dioses en las civilizaciones mesopotámicas, por ejemplo. No seré yo pues quien participe en la eliminación de este rito, vestigio de otros más arcaicos, aunque mi humilde opinión es que el sufrimiento del animal es prescindible, y que si lo dejaran vivir le daría un aliciente más al espectáculo, aparte de dejar intacto un bellísimo animal… Igual que hay toreros famosos, habría toros famosos que despertarían pasiones en la afición. ¡El Juli vs. Lucerito hoy a las cinco de la tarde! Hay quien defiende que el toro de lidia y los ecosistemas que de él dependen se extinguirían de eliminarse las corridas. De esta manera no hay peligro.
Fuera de broma, al menos no quiero participar en el debate antitaurino con los argumentos de Wagensberg: no es el toro lo que me preocupa desde un punto de vista ético, sino el torero. Me explico. ¿Cabe en una sociedad con los valores de que presumimos disfrutar con la temeridad de un torero? En un mundo en que la prudencia es una virtud, en que las machadas y bravuconerías son, si no censurables, simplemente ignorables por cualquiera que esté en su sano juicio ¿cabe elogiar la faena de un torero? No le discuto el arte, pero si una parte importante del espectáculo es ver cómo una persona se juega la vida en la arena, algo no encaja. Hay causas más nobles por las que arriesgar la vida que aspirar a cortar una oreja. Quizás menos lucrativas, pero más nobles.
Me gustaría que Félix Rodríguez de la Fuente hubiera podido participar en el debate de los toros. Quizás él, excepcionalmente, me hubiera convencido.

domingo, 28 de febrero de 2010

Inmunología: ¿defensa o negociación?

Vamos a hablar de una hipótesis científica que, en principio, parece un tanto original; pero que al poco resulta tan obvia que sorprende que nadie hasta hace pocos años se la haya empezado a tomar en serio. ¿Cree usted que el complejísimo sistema inmunitario de los vertebrados (el del hombre, sin ir más lejos), basado en la memoria y la adaptabilidad, se desarrolló para lograr una más perfecta defensa frente a patógenos o, en realidad, lo que se pretendía era reconocer y manejar comunidades complejas de microbios beneficiosos?

Intentemos responder a la pregunta. Todos los vertebrados tienen un tipo de inmunidad conocida como adaptativa, que permite responder a cada nuevo encuentro con el mundo microbiano basándose en el recuerdo de las interacciones pasadas. Los invertebrados, no obstante, confían plenamente en un sistema inmune completamente innato, sin posibilidad de cambio y adaptación, un mecanismo antiguo que aparece en animales que no recuerdan encuentros anteriores. Es de esperar que el sistema inmunológico de los vertebrados proteja más eficazmente que el de los animales inferiores, ¿verdad? ¿Pondría usted la mano en el fuego? No lo haga aún...

¿Cómo tienen tanto éxito los invertebrados (mas del 96% de las especies animales) a pesar de su supuestamente obsoleto sistema inmune? Quizá porque son pequeños, quizá porque tienen hijos muy jóvenes o porque tienen una vida corta… quizá todo ello les hace, en principio, no necesitar sistemas inmunitarios basados en la memoria. Pero… numerosos invertebrados son grandes, otros tienen un hijo cada año y algunos viven mucho tiempo. La almeja redonda se mantiene bien de salud durante 250 años a pesar de bombear continuamente a través de sus órganos internos cantidades importantes de sedimentos ricos en bacterias…

Vamos ya con la hipótesis de la que hablábamos al principio: la inmunidad adaptativa se habría desarrollado en parte, pero fundamentalmente, para reconocer y manejar comunidades complejas de microbios beneficiosos que viven sobre o dentro de los vertebrados. En el hombre hablamos de más de 2000 especies de bacterias asociadas (piel, boca, intestino,…). Nos proporcionan el beneficio metabólico de millones de genes y otras actividades adicionales (como una mejor digestión). Por otro lado, tan sólo hay algo más de 100 especies bacterianas patógenas humanas identificadas, y la exposición a ellas no es excesivamente frecuente y suele ser transitoria.

En comparación, la microbiota intestinal en los invertebrados esta numéricamente dominada por “turistas”, que van cambiando continuamente según el medio ambiente en el que se encuentre el animal. Sin embargo, también existen varias estrategias mediante las cuales los invertebrados mantienen en cierto grado controlada su microbiota: mediante el mantenimiento intracelular de algunas especies de bacterias beneficiosas; creando barreras físicas entre el hospedador y los microbios (como en los intestinos de termitas, que aíslan a sus microbios mediante capas de quitina); por último, incluso sin memoria adaptativa, el número de componentes de reconocimiento específico que aparece en el sistema inmune innato de los invertebrados es bastante elevado. Pero ninguna de estas estrategias aparece en vertebrados, por lo que parece que se debe haber adoptado otra mucho más versátil.

Aun así, no todo son ventajas. Es posible que hayamos pagado un cierto peaje por nuestro especial sistema inmune. Quizá las enfermedades autoinmunes son la consecuencia colateral de nuestra permisividad con los microbios...

Evolución (y 4). Diseño... ¿inteligente?

Comencemos intentando resumir brevemente la reflexión de un ciudadano medio con algunos conocimientos sobre evolución biológica: “ciertamente, la observación de los intrincadísimos mecanismos biológicos - y no hace falta ir tan lejos como la mente humana – me produce una sensación de asombro y de maravilla que a menudo hace surgir en mi mente el pensamiento: “esto no se ha podido formar sólo”. Si, a continuación, reflexiono algo más profundamente sobre los mecanismos de la evolución, me vuelvo a convencer ligeramente de que… bueno, quizá sí… quizá la selección natural podría desembocar en tales complejidades pero… a su ritmo habitual, sumando pequeñísimas variaciones, necesitaría un tiempo casi infinito”.

Puede que aquí esté el meollo del problema en la comprensión y aceptación de la evolución: nuestra falta de intuición para ciertas escalas temporales. El planeta Tierra tiene unos 4.500 – 4.800 millones de años y se piensa que la vida debió surgir hace casi 4.000 millones de años. ¿Nos parecen pocos ó suficientes para que la evolución haya llegado hasta su situación actual? Es difícil razonar ante tales magnitudes. Pero unos sencillos experimentos mentales nos harán comprender que 4.000 millones de años es mucho, muchísimo tiempo… Piense usted que toda la historia humana (imperios que se alzan y caen, culturas que florecen y se abandonan, religiones que aparecen y desaparecen,…) queda englobada en los últimos 10.000 años, desde que aprendimos agricultura y ganadería en el Neolítico (para ser precisos, la Historia, entendida correctamente desde la aparición de documentos escritos, comienza después). Imaginemos diez veces ese período; daría tiempo a que toda la cultura e historia de los hombres ocurriera diez veces. Y ahora, multipliquemos de nuevo por diez. Y otra vez. Y otra vez. Y una vez más. Y, finalmente, cuadrupliquemos ese ya inmenso número de años. Este es el tiempo que ha tenido la vida para evolucionar. ¿Parece ahora demasiado escaso? Nuevo intento: otra forma de verlo, clásica, es “empaquetar” estos 4.000 millones de años en un solo año, conservando las proporciones entre las eras; en este esquema, el Homo sapiens aparecería sobre el planeta el 31 de diciembre, unos quince minutos antes de las campanadas de fin de año; descubrimos la ganadería y la agricultura minuto y medio antes, y toda la Historia escrita cabe en ese último minuto. Si se piensa con detenimiento, el vértigo está asegurado…


De todas formas, dentro del sentimiento general de asombro ante la complejidad y perfecta adaptación de los seres vivos a sus ambientes, no deja de sorprender, de forma opuesta, la existencia de órganos vestigiales (los que aparecen en los seres vivos pero no son funcionales; son heredados de antepasados que sí los utilizaban) y soluciones anatómicas y fisiológicas a problemas adaptativos una tanto “chapuceras”, que no tendrían sentido si la evolución no fuera la responsable del proceso. Más claro: si usted tiene algún amigo con tendencias creacionistas - que piensa que Dios nos creó tal como somos, “de una vez” - y lo quiere poner de los nervios, tan sólo pregúntele por qué tenemos dedos en los pies. O por qué existen músculos en las orejas si no las movemos (bueno, algunas personas aún pueden hacerlo; pero no usemos la excusa para calificarlas de más “primitivas”, ¿eh? Eso no vale). O por qué en un órgano tan sofisticado como el ojo, el nervio óptico – que lleva la información visual al cerebro - arranca de una zona central de la retina, creando más o menos en el centro de la zona visual un punto ciego (gracias al cerebro, que rellena el hueco visual, no vemos la realidad con una zona oscura en el centro). O por qué, si estamos tan perfectamente diseñados, padecemos tantos dolores de espalda, nos desgarramos con facilidad los cartílagos de las rodillas o desarrollamos el síndrome del túnel carpiano por escribir a mano o al teclado - la razón para todo ello es la misma: los huesos de la espalda, de la rodilla y de la muñeca surgieron en seres acuáticos hace cientos de millones de años, y ni peces ni anfibios caminaban sobre dos piernas… ¡ni les dio por intentar escribir con la aleta o la pata (¿se lo imaginan?)! -. Los ejemplos son numerosos. Pero si quiere desquiciar del todo a su amigo creacionista, acabe su exposición haciéndole la clásica pregunta de si piensa que Adán y Eva tenían (o no) ombligo. O, mejor, no se lo pregunte si quiere conservar esa amistad.
Pero no todo en el creacionismo es lectura literal de la Biblia. Una forma más depurada de creacionismo que ha hecho dudar de Darwin incluso a algunos profesores universitarios en Estados Unidos es el llamado diseño inteligente. Uno de sus defensores lo explicaría, más o menos, así: “en los seres vivos existen innumerables mecanismos complejos, integrados por múltiples partes en una forma que, si una sola de dichas partes desapareciera, el mecanismo completo quedaría inutilizado (pensemos en la cascada de coagulación de la sangre o en cualquier ruta bioquímica mínimamente compleja). El surgimiento por evolución, de forma gradual, de un sistema de este tipo, supondría la aparición de cada una de las partes del mecanismo por separado; pero como el mecanismo no resulta útil al organismo si no está completo, la propia evolución eliminaría estos “sistemas parciales”, que no sirven para nada y cuya sola existencia supone un gasto de materia y energía. Por tanto, el mecanismo completo ha de haber surgido de una vez y no por evolución gradual”.


Así, de sopetón, a algún lector podría parecerle que la teoría tiene sentido; pero ya verá cómo descubrimos que en su base hay un desconocimiento importante de cómo funciona la evolución. A ver si consigo explicarlo: si en la célula existe un mecanismo biológico “ABCD”, que cumple hoy día una función determinada, es, en efecto, muy probable que al eliminar una de sus partes (A, B, C o D) quede inutilizado. Pero, hace millones de años, cuando dicho mecanismo aún no existía, la evolución no se propuso crear el mecanismo ABCD; el proceso evolutivo no busca nada: ni la cascada de coagulación de la sangre, ni una determinada ruta bioquímica, ni el sistema ABCD. Se mueve a ciegas. La célula, sencillamente, va acumulando variaciones siempre que supongan una mínima ventaja para la supervivencia. Probablemente los componentes del mecanismo ABCD comenzaron a existir de manera independiente y con funciones diferentes de las actuales. Pre-A serviría para una cosa, Pre-B para otra… Pero cada una de ellas supondría una ventaja, por pequeña que fuera, para la supervivencia y fueron conservadas por la selección natural. Hasta que A, B, C y D no alcanzaron una forma y función más parecida a la actual la evolución no “descubrió” lo útil que podría resultar ensamblarlos. Y probó a hacerlo. Este ensamblaje inicial con seguridad “chirriaba” bastante, y necesitaría aún de muchas generaciones de evolución adicional hasta que el mecanismo ABCD engranó óptimamente sus piezas, tal como hoy se podría observar. Para todos los ejemplos de mecanismos biológicos que, según los defensores del diseño inteligente, sólo podrían surgir “de sopetón”, se han propuesto posibles rutas evolutivas en las que cada componente ha surgido por separado (con funciones, generalmente, diferentes a las actuales) y finalmente han acabado ensamblándose para dar lugar al mecanismo actual, consiguiéndose que cada pequeño paso aporte una ventaja para la supervivencia.


Resulta obvio que se están mezclando dos ámbitos diferentes, con criterios de “verdad” imposibles de acomodar. La ciencia se ocupa del mundo de lo objetivable, la religión del resto: el mundo interior, las emociones, las intuiciones, la moral… La religión no debe invadir el campo de la ciencia porque no busca lo mismo, no utiliza la misma metodología y ni siquiera sabe emplear el lenguaje adecuado. A fin de cuentas, para que un científico pueda ser a la vez religioso, le basta con pensar que la ciencia se ocupa de todo aquello que puede objetivarse, medirse, detectarse… pero que eso no quiere decir que otras formas de “existencia” (sean cuales fueren) no puedan darse. Centrándonos en la teoría de la evolución, los científicos religiosos hace tiempo que aceptaron que la evolución es precisamente la forma de crear que tiene Dios. Theodosius Dobzhansky, uno de los cerebros de la “teoría sintética”, escribió: “nada tiene sentido en Biología si no es a la luz de la evolución”. Y era un hombre muy religioso.