domingo, 28 de febrero de 2010

Inmunología: ¿defensa o negociación?

Vamos a hablar de una hipótesis científica que, en principio, parece un tanto original; pero que al poco resulta tan obvia que sorprende que nadie hasta hace pocos años se la haya empezado a tomar en serio. ¿Cree usted que el complejísimo sistema inmunitario de los vertebrados (el del hombre, sin ir más lejos), basado en la memoria y la adaptabilidad, se desarrolló para lograr una más perfecta defensa frente a patógenos o, en realidad, lo que se pretendía era reconocer y manejar comunidades complejas de microbios beneficiosos?

Intentemos responder a la pregunta. Todos los vertebrados tienen un tipo de inmunidad conocida como adaptativa, que permite responder a cada nuevo encuentro con el mundo microbiano basándose en el recuerdo de las interacciones pasadas. Los invertebrados, no obstante, confían plenamente en un sistema inmune completamente innato, sin posibilidad de cambio y adaptación, un mecanismo antiguo que aparece en animales que no recuerdan encuentros anteriores. Es de esperar que el sistema inmunológico de los vertebrados proteja más eficazmente que el de los animales inferiores, ¿verdad? ¿Pondría usted la mano en el fuego? No lo haga aún...

¿Cómo tienen tanto éxito los invertebrados (mas del 96% de las especies animales) a pesar de su supuestamente obsoleto sistema inmune? Quizá porque son pequeños, quizá porque tienen hijos muy jóvenes o porque tienen una vida corta… quizá todo ello les hace, en principio, no necesitar sistemas inmunitarios basados en la memoria. Pero… numerosos invertebrados son grandes, otros tienen un hijo cada año y algunos viven mucho tiempo. La almeja redonda se mantiene bien de salud durante 250 años a pesar de bombear continuamente a través de sus órganos internos cantidades importantes de sedimentos ricos en bacterias…

Vamos ya con la hipótesis de la que hablábamos al principio: la inmunidad adaptativa se habría desarrollado en parte, pero fundamentalmente, para reconocer y manejar comunidades complejas de microbios beneficiosos que viven sobre o dentro de los vertebrados. En el hombre hablamos de más de 2000 especies de bacterias asociadas (piel, boca, intestino,…). Nos proporcionan el beneficio metabólico de millones de genes y otras actividades adicionales (como una mejor digestión). Por otro lado, tan sólo hay algo más de 100 especies bacterianas patógenas humanas identificadas, y la exposición a ellas no es excesivamente frecuente y suele ser transitoria.

En comparación, la microbiota intestinal en los invertebrados esta numéricamente dominada por “turistas”, que van cambiando continuamente según el medio ambiente en el que se encuentre el animal. Sin embargo, también existen varias estrategias mediante las cuales los invertebrados mantienen en cierto grado controlada su microbiota: mediante el mantenimiento intracelular de algunas especies de bacterias beneficiosas; creando barreras físicas entre el hospedador y los microbios (como en los intestinos de termitas, que aíslan a sus microbios mediante capas de quitina); por último, incluso sin memoria adaptativa, el número de componentes de reconocimiento específico que aparece en el sistema inmune innato de los invertebrados es bastante elevado. Pero ninguna de estas estrategias aparece en vertebrados, por lo que parece que se debe haber adoptado otra mucho más versátil.

Aun así, no todo son ventajas. Es posible que hayamos pagado un cierto peaje por nuestro especial sistema inmune. Quizá las enfermedades autoinmunes son la consecuencia colateral de nuestra permisividad con los microbios...

Evolución (y 4). Diseño... ¿inteligente?

Comencemos intentando resumir brevemente la reflexión de un ciudadano medio con algunos conocimientos sobre evolución biológica: “ciertamente, la observación de los intrincadísimos mecanismos biológicos - y no hace falta ir tan lejos como la mente humana – me produce una sensación de asombro y de maravilla que a menudo hace surgir en mi mente el pensamiento: “esto no se ha podido formar sólo”. Si, a continuación, reflexiono algo más profundamente sobre los mecanismos de la evolución, me vuelvo a convencer ligeramente de que… bueno, quizá sí… quizá la selección natural podría desembocar en tales complejidades pero… a su ritmo habitual, sumando pequeñísimas variaciones, necesitaría un tiempo casi infinito”.

Puede que aquí esté el meollo del problema en la comprensión y aceptación de la evolución: nuestra falta de intuición para ciertas escalas temporales. El planeta Tierra tiene unos 4.500 – 4.800 millones de años y se piensa que la vida debió surgir hace casi 4.000 millones de años. ¿Nos parecen pocos ó suficientes para que la evolución haya llegado hasta su situación actual? Es difícil razonar ante tales magnitudes. Pero unos sencillos experimentos mentales nos harán comprender que 4.000 millones de años es mucho, muchísimo tiempo… Piense usted que toda la historia humana (imperios que se alzan y caen, culturas que florecen y se abandonan, religiones que aparecen y desaparecen,…) queda englobada en los últimos 10.000 años, desde que aprendimos agricultura y ganadería en el Neolítico (para ser precisos, la Historia, entendida correctamente desde la aparición de documentos escritos, comienza después). Imaginemos diez veces ese período; daría tiempo a que toda la cultura e historia de los hombres ocurriera diez veces. Y ahora, multipliquemos de nuevo por diez. Y otra vez. Y otra vez. Y una vez más. Y, finalmente, cuadrupliquemos ese ya inmenso número de años. Este es el tiempo que ha tenido la vida para evolucionar. ¿Parece ahora demasiado escaso? Nuevo intento: otra forma de verlo, clásica, es “empaquetar” estos 4.000 millones de años en un solo año, conservando las proporciones entre las eras; en este esquema, el Homo sapiens aparecería sobre el planeta el 31 de diciembre, unos quince minutos antes de las campanadas de fin de año; descubrimos la ganadería y la agricultura minuto y medio antes, y toda la Historia escrita cabe en ese último minuto. Si se piensa con detenimiento, el vértigo está asegurado…


De todas formas, dentro del sentimiento general de asombro ante la complejidad y perfecta adaptación de los seres vivos a sus ambientes, no deja de sorprender, de forma opuesta, la existencia de órganos vestigiales (los que aparecen en los seres vivos pero no son funcionales; son heredados de antepasados que sí los utilizaban) y soluciones anatómicas y fisiológicas a problemas adaptativos una tanto “chapuceras”, que no tendrían sentido si la evolución no fuera la responsable del proceso. Más claro: si usted tiene algún amigo con tendencias creacionistas - que piensa que Dios nos creó tal como somos, “de una vez” - y lo quiere poner de los nervios, tan sólo pregúntele por qué tenemos dedos en los pies. O por qué existen músculos en las orejas si no las movemos (bueno, algunas personas aún pueden hacerlo; pero no usemos la excusa para calificarlas de más “primitivas”, ¿eh? Eso no vale). O por qué en un órgano tan sofisticado como el ojo, el nervio óptico – que lleva la información visual al cerebro - arranca de una zona central de la retina, creando más o menos en el centro de la zona visual un punto ciego (gracias al cerebro, que rellena el hueco visual, no vemos la realidad con una zona oscura en el centro). O por qué, si estamos tan perfectamente diseñados, padecemos tantos dolores de espalda, nos desgarramos con facilidad los cartílagos de las rodillas o desarrollamos el síndrome del túnel carpiano por escribir a mano o al teclado - la razón para todo ello es la misma: los huesos de la espalda, de la rodilla y de la muñeca surgieron en seres acuáticos hace cientos de millones de años, y ni peces ni anfibios caminaban sobre dos piernas… ¡ni les dio por intentar escribir con la aleta o la pata (¿se lo imaginan?)! -. Los ejemplos son numerosos. Pero si quiere desquiciar del todo a su amigo creacionista, acabe su exposición haciéndole la clásica pregunta de si piensa que Adán y Eva tenían (o no) ombligo. O, mejor, no se lo pregunte si quiere conservar esa amistad.
Pero no todo en el creacionismo es lectura literal de la Biblia. Una forma más depurada de creacionismo que ha hecho dudar de Darwin incluso a algunos profesores universitarios en Estados Unidos es el llamado diseño inteligente. Uno de sus defensores lo explicaría, más o menos, así: “en los seres vivos existen innumerables mecanismos complejos, integrados por múltiples partes en una forma que, si una sola de dichas partes desapareciera, el mecanismo completo quedaría inutilizado (pensemos en la cascada de coagulación de la sangre o en cualquier ruta bioquímica mínimamente compleja). El surgimiento por evolución, de forma gradual, de un sistema de este tipo, supondría la aparición de cada una de las partes del mecanismo por separado; pero como el mecanismo no resulta útil al organismo si no está completo, la propia evolución eliminaría estos “sistemas parciales”, que no sirven para nada y cuya sola existencia supone un gasto de materia y energía. Por tanto, el mecanismo completo ha de haber surgido de una vez y no por evolución gradual”.


Así, de sopetón, a algún lector podría parecerle que la teoría tiene sentido; pero ya verá cómo descubrimos que en su base hay un desconocimiento importante de cómo funciona la evolución. A ver si consigo explicarlo: si en la célula existe un mecanismo biológico “ABCD”, que cumple hoy día una función determinada, es, en efecto, muy probable que al eliminar una de sus partes (A, B, C o D) quede inutilizado. Pero, hace millones de años, cuando dicho mecanismo aún no existía, la evolución no se propuso crear el mecanismo ABCD; el proceso evolutivo no busca nada: ni la cascada de coagulación de la sangre, ni una determinada ruta bioquímica, ni el sistema ABCD. Se mueve a ciegas. La célula, sencillamente, va acumulando variaciones siempre que supongan una mínima ventaja para la supervivencia. Probablemente los componentes del mecanismo ABCD comenzaron a existir de manera independiente y con funciones diferentes de las actuales. Pre-A serviría para una cosa, Pre-B para otra… Pero cada una de ellas supondría una ventaja, por pequeña que fuera, para la supervivencia y fueron conservadas por la selección natural. Hasta que A, B, C y D no alcanzaron una forma y función más parecida a la actual la evolución no “descubrió” lo útil que podría resultar ensamblarlos. Y probó a hacerlo. Este ensamblaje inicial con seguridad “chirriaba” bastante, y necesitaría aún de muchas generaciones de evolución adicional hasta que el mecanismo ABCD engranó óptimamente sus piezas, tal como hoy se podría observar. Para todos los ejemplos de mecanismos biológicos que, según los defensores del diseño inteligente, sólo podrían surgir “de sopetón”, se han propuesto posibles rutas evolutivas en las que cada componente ha surgido por separado (con funciones, generalmente, diferentes a las actuales) y finalmente han acabado ensamblándose para dar lugar al mecanismo actual, consiguiéndose que cada pequeño paso aporte una ventaja para la supervivencia.


Resulta obvio que se están mezclando dos ámbitos diferentes, con criterios de “verdad” imposibles de acomodar. La ciencia se ocupa del mundo de lo objetivable, la religión del resto: el mundo interior, las emociones, las intuiciones, la moral… La religión no debe invadir el campo de la ciencia porque no busca lo mismo, no utiliza la misma metodología y ni siquiera sabe emplear el lenguaje adecuado. A fin de cuentas, para que un científico pueda ser a la vez religioso, le basta con pensar que la ciencia se ocupa de todo aquello que puede objetivarse, medirse, detectarse… pero que eso no quiere decir que otras formas de “existencia” (sean cuales fueren) no puedan darse. Centrándonos en la teoría de la evolución, los científicos religiosos hace tiempo que aceptaron que la evolución es precisamente la forma de crear que tiene Dios. Theodosius Dobzhansky, uno de los cerebros de la “teoría sintética”, escribió: “nada tiene sentido en Biología si no es a la luz de la evolución”. Y era un hombre muy religioso.

Evolución (3). A vueltas con Darwin y la religión.

No deja de sorprender que la evolución de los seres vivos, incluido el hombre, constituya un hecho tan ampliamente aceptado por los científicos y, sin embargo, tan poco integrado en el pensamiento del ciudadano medio. Quiero decir que, si surge el tema en la conversación, no es raro descubrir que la aceptación de la evolución por numerosas personas no dedicadas a la ciencia es más bien superficial y que, si se insiste en el tema, se acabe confesando que, en el fondo, no se puede “tragar” eso de que algo tan complejo como (por ejemplo) la mente humana pueda “hacerse solo”.

Muchas de estas personas han llegado a esta conclusión tras reflexionar seriamente sobre el tema e intentando, si son religiosas, dejar aparte las implicaciones de este tipo; para este tipo de lector irá dedicado el próximo escrito y último dedicado a la evolución (sí, sé que algunos habéis respirado tranquilos…), que ya queda anunciado. Pero sospecho fuertemente que la mayoría de las personas que no consiguen aceptar la evolución se basan en motivos religiosos: que el mono y el Homo sapiens compartan antepasados comunes no casa bien con la visión religiosa que del hombre tienen muchas personas. Es el viejo tema del supuesto conflicto entre ciencia y religión. Mucho se ha escrito sobre este asunto, haciendo énfasis en que se trata de dos ámbitos independientes y que no se influyen, y exponiendo largas listas de eminentes científicos que también han sido personas religiosas. Pero el problema sigue. Y, en mi opinión, esto sucede porque, aunque ciencia y religión no se oponen, sí lo hacen la ciencia y cierto tipo de religión. Prepárense, que vamos a filosofar un poco.

A lo largo de la historia, el hombre ha ensayado diversos métodos para conocer y entender la Naturaleza: mitología, religión, arte, filosofía, ciencia… De todos ellos, el recién llegado es la ciencia, cuyo nacimiento suele fecharse en el Renacimiento, con los trabajos de Galileo y sus coetáneos en otras ramas del saber. Y si hay una diferencia fundamental entre la ciencia y el resto de modos de relacionarse con la realidad, pienso que es su afán de objetividad: la ciencia se mueve continuamente entre hipótesis, que a veces alcanzan el estatus de teorías y, en menos casos aún llegan a aceptarse como “verdades” científicas; pero, para ello, estas “verdades” han de ser demostradas de forma que puedan ser aceptadas por todos. E, incluso en este caso, la ciencia siempre es falsable: la acumulación de evidencias a favor de una teoría la fortalece, pero bastaría con una sola objeción suficientemente demostrada para que dicha teoría se fuera a pique. Sin duda, por estas características, la ciencia es el método de acceso a la Naturaleza más estricto de los que se han ensayado a lo largo de la Historia, y seguramente de ahí provenga su éxito.

Es importante enfatizar que la ciencia no pretende poseer ninguna verdad, sino teorías que cada vez se vayan acercando más a una descripción exacta de la realidad. La Ley de la Gravitación de Newton fue aceptada como “verdad” cuasi-absoluta durante dos siglos, hasta que hubo de ser sustituida por la Relatividad General de Einstein. ¿Es la teoría de Einstein la descripción definitiva del concepto de “gravedad”? Probablemente no, pero gracias a él nos hemos acercado un poco más a la verdad, como la asíntota se acerca infinitamente a la recta, aunque nunca la llegue a tocar. No es la ciencia, por tanto, la poseedora de verdades absolutas (aunque desafortunadamente algunos científicos se comporten como si lo fuera).

En este sentido, el darwinismo o teoría de la evolución mediante selección natural, como todas las teorías científicas, es falsable: puede ser derribada siempre que se encuentre una objeción suficientemente demostrada. Ciertos grupos religiosos, originarios y casi exclusivos de Estados Unidos, pretenden aprovechar esta característica de toda teoría científica para descartar la evolución y sustituirla por una doctrina que, en su forma más radical, coincide con el relato bíblico de la Creación (que Dios creó el mundo en seis días y al séptimo descansó, etc, etc…). No deja de sorprender que, habiendo invocado la falsabilidad de las teorías científicas para intentar derribar la de la evolución, estos señores se descuelguen a continuación con una serie de enunciados que son imposibles de someter a la prueba de falsabilidad

Estamos refiriéndonos a la doctrina del creacionismo. En algunas zonas de Estados Unidos, el poder de los grupos religiosos es tan importante que se presiona a políticos para que en la escuela se estudien en pie de igualdad y como dos alternativas serias la teoría de la evolución y la doctrina creacionista. Y la cuestión es peligrosa porque, al emplear inadecuadamente el argumento de “más libertad académica”, se está intentando introducir con calzador en los currículos escolares una asignatura que no tiene nada de teoría científica.

Todo esto viene por mezclar y revolver conceptos de ámbitos distintos y que no se entienden bien o no se quieren entender. Veamos. En primer lugar, hay que distinguir entre lo que denominamos “evolución biológica” y sus “mecanismos”. Sobre la primera, el apoyo científico es apabullante, tanto, que casi podríamos considerarla como “verdad” científica: haría falta una objeción verdaderamente gigantesca para que los científicos cuestionaran que los seres vivos evolucionan. Sobre el segundo asunto, los mecanismos de la evolución, aún se sigue debatiendo, pero no porque no se conozcan dichos mecanismos en líneas generales, sino porque todavía quedan puntos por afinar o visiones que encajar adecuadamente unas con otras. Como visión aceptada también por la gran mayoría del mundo científico, podemos decir que en los seres vivos se genera variabilidad mediante mutación en su ADN (y si los genes afectados son reguladores importantes, como los genes Hox, el resultado es un cambio mucho mayor en el organismo) y mediante la endosimbiosis (se ha aceptado ya el origen bacteriano de mitocondrias y cloroplastos; se discuten otros orgánulos y estructuras intracelulares). Si, además de los citados, existe algún mecanismo adicional de importancia en la generación de variabilidad, el tiempo lo dirá. También se discute sobre el ritmo al que se produce la evolución: de forma gradual, permanente, lenta, o bien, en ocasiones, más acelerada; probablemente se den las dos velocidades; los períodos de evolución rápida explican, al menos en parte, la escasez de formas intermedias entre los fósiles que se recopilan. Es en estos aspectos donde todavía pueden producirse algunos cambios o realizarse aportaciones en la teoría de la evolución.

Así pues, cuando el creacionismo insiste en las “lagunas” de la evolución, habría que aclararles varias cosas: 1) que, más que “lagunas”, habría que hablar de “charquitos”; 2) que las razones que dan para oponerse a la teoría de la evolución no son aceptadas por la inmensa mayoría de los científicos; 3) que, en buena medida, ello se debe precisamente a que no son científicas: no son objetivas (no pueden ser compartidas por todos) y no son falsables (si la base de la teoría es una acción divina que no puede detectarse - por eso, por ser divina -… ¿cómo demonios se puede intentar demostrar que esa acción no existe?).

Seguiremos hablando del supuesto conflicto evolución-religión, pero dándole una vuelta de tuerca más, que lo haga más interesante: ¿han oído hablar del “diseño inteligente”? Nos vemos.

Evolución (2). La Teoría de la Evolución... ¿evoluciona?

Pues en un sentido amplio, se podría decir que sí. El legado fundamental de Darwin, a saber, la idea básica de que la evolución de los seres vivos se produce porque la selección natural tamiza continuamente las nuevas variantes de los organismos, sigue inmutable para la ciencia. Pero el siglo XX ha añadido la descripción de un conjunto de mecanismos que explican por qué se produce la variabilidad en los seres vivos (hecho esencial sin el que la selección natural se quedaría sin nada que seleccionar).

Desde el principio, esa fue la espinita clavada en la teoría de Darwin, y él mismo lo reconocía. Pero, sencillamente, con los conocimientos de la época era imposible hacerse siquiera una idea de cómo solucionar tan peliagudo asunto. Hubo que esperar a que surgieran y se asentaran conceptos como “gen” (responsable de la transmisión hereditaria de los caracteres) o “mutación” (alteración en el material genético). Por fin, en los años 40 y 50 del siglo XX se conformó la llamada teoría sintética de la evolución (más tarde también conocida como neodarwinismo), que aunaba las ideas de Darwin con los conocimientos de genética del momento.
Ernst Mayr (ornitólogo), Theodosius Dobzhansky (genético) y George Gaylord Simpson (paleontólogo) – de arriba a abajo en la imagen - suelen considerarse los padres de la “síntesis”, si bien numerosos científicos realizaron importantes aportaciones de manera continuada en las décadas posteriores (entre ellos, Julian Huxley, nieto de nuestro viejo amigo Thomas Henry). La teoría sintética explicaba que las mutaciones que se producen en el material genético eran las responsables de la variación de una generación a otra. Las mutaciones no podían ser excesivamente importantes porque en ese caso sería difícil que el ser vivo sobreviviera a ellas. Por tanto, el neodarwinismo se hizo defensor acérrimo de la idea de “cambio gradual”: los organismos evolucionan muy lentamente, por acumulación de pequeñas mutaciones en su material genético, suponiendo cada una de ellas una pequeñísima mejora en la capacidad de supervivencia del individuo. No era ni más ni menos que la reformulación del Darwin más puro, tras un baño de genética.
Sin embargo, y aunque desde entonces se ha concedido a este mecanismo generador de variaciones un papel fundamental, siempre hubo científicos que no se sentían del todo cómodos. Por ejemplo, por esto: si el cambio de una especie a otra se produce de forma gradual, ¿por qué entre los restos fósiles no se encuentran un número apabullante de formas intermedias entre las distintas especies? La verdad es que no es la clase de duda que deje dormir tranquilo a un científico evolucionista… Otro ejemplo: no resulta fácil imaginar una ruta de transición gradual de una célula procariota (primitiva, sin orgánulos intracelulares ni núcleo; las bacterias son procariotas) a una eucariota (en comparación con la anterior, de gran complejidad: núcleo, orgánulos y otras complicadas estructuras intracelulares; protozoos, hongos, plantas, animales y usted y yo estamos hechos de estas células).

En los años 60 del pasado siglo, la científica Lynn Margulis (nota rosa: por entonces firmaba sus artículos como Lynn Sagan; estaba casada con el científico y divulgador Carl Sagan – sí, sí, el de la serie Cosmos, ¿se acuerdan? -) se atrevió a ser una “hereje”: propuso una nueva fuente de variación en los organismos distinta de las mutaciones y que podía proporcionar avances evolutivos mucho más rápidos que el gradualismo neodarwinista: la endosimbiosis. La simbiosis era ya de sobra conocida: varios seres vivos, cada uno de ellos especialmente eficaz realizando una función, se asocian para vivir de manera conjunta e indisoluble (clásico ejemplo: los líquenes, que son asociación de un alga y un hongo). Margulis ampliaba esta idea de la siguiente forma: las células primitivas podrían haberse asociado (bien fusionándose, bien incorporando una de ellas en su citoplasma a otras, etc…) para dar lugar a células más complejas, antepasadas de las células eucariotas. La ortodoxia neodarwinista, en un primer momento, puso el grito en el cielo. Pero no se tardó mucho en comprobar que ciertos orgánulos intracelulares parecían sospechosamente relacionados con células bacterianas: hoy día ya se da por sentado que las mitocondrias (las “centrales productoras de energía” de la células) y los cloroplastos (los orgánulos donde se realiza la fotosíntesis en células vegetales) fueron originalmente células procariotas libres. ¡Pero si hasta contienen ADN de tipo bacteriano en su interior!

La teoría inicial de Margulis, sin embargo, era más ambiciosa: además de la aparición de mitocondrias y cloroplastos, afirmaba que la simbiosis con bacterias del tipo espiroqueta (con forma de “sacacorchos” y que se mueve rápidamente mediante “latigazos”) aportó a la célula simbiótica no sólo las prolongaciones móviles, sino todo el complejo sistema de microtúbulos que acaba sirviendo de andamio interno a la célula eucariota. Por el momento, esta parte de la teoría endosimbiótica no parece que pueda demostrarse. Pero otros científicos, como el indio Radhey Gupta, se han ido sumando a la idea de simbiosis como fuente de variación (aunque sus conclusiones no coincidan del todo con las de Margulis).

Quedaba aún otra importante laguna por llenar: ¿por qué los fósiles que desenterramos aparecen como especies perfectamente delimitadas y no encontrados un abrumador número de formas intermedias (como correspondería a un cambio evolutivo gradual)? Algunos científicos, con Stephen Jay Gould (en la imagen) y Niles Eldredge a la cabeza (con su teoría del equilibrio puntuado), han defendido una visión de la evolución con períodos de gran estabilidad en las especies y otros períodos en los que los cambios se producen de forma relativamente muy rápida (lo de “relativamente” es porque seguimos hablando de períodos de decenas de miles de años). Ciertamente, el hecho de que los períodos de transición entre especies sean en comparación mucho más breves que los de estabilidad, podría explicar la casi total ausencia de especies intermedias que sufre el registro fósil. El neodarwinismo, una vez más, se rasgó las vestiduras entonando su salmodia: “la evolución es gradual… la evolución es gradual…”. Hoy día empiezan a integrarse las dos visiones, aunque el debate (que no afecta a los fundamentos de la teoría de la evolución: sólo cuestiona el ritmo al que se produce) sigue abierto. Por cierto, que uno de los más destacados y ortodoxos neodarwinistas es el zoólogo británico Richard Dawkins (en la imagen), que les sonará si son aficionados a leer divulgación científica (es el autor de El gen egoísta, El relojero ciego y muchos más títulos).

También hay que darle un tirón de orejas al neodarwinismo por empecinarse en que “los cambios en la evolución, al ser producidos por mutaciones, son pequeños y graduales”. No tiene por qué ser así. En los últimas tres décadas se ha trabajado mucho sobre los genes implicados en el desarrollo embrionario, utilizando como organismo modelo a la modesta mosquita Drosophila melanogaster. Y se ha comprobado cómo pequeñas mutaciones en genes concretos pueden provocar drásticos cambios en la mosca adulta, como la aparición de nuevas alas, antenas adicionales, ojos en sitios insospechados y otras barbaridades frankenstenianas que no voy a citar por no estropear digestiones. Ya estoy oyendo a Richard Dawkins: “¿cómo es posible? ¿Aparición brusca, en una sola generación, de órganos completos adicionales? ¡Herejía!”. En realidad, no era tan difícil de imaginar; la maquinaria de los genes es compleja y exquisitamente jerarquizada: un grupo de genes, responsable de una determinada función, está bajo el control de otro gen regulador; a su vez, un grupo de genes reguladores está bajo el control de otro gen regulador; y así, ascendiendo varias veces en la escala jerárquica. Cuanto más arriba se encuentre el gen regulador que sufra una mutación, más dramático será el cambio producido en el organismo. Para que les suene: un grupo de genes muy importante en este tipo de asuntos (crear moscas con seis antenas, ocho alas o diez patas, por ejemplo) es el de los genes Hox. Apréndanselo, que pregunto.
En fin, como se aprecia, la teoría de la evolución, si bien firmemente asentada en las ideas de Darwin, está muy viva y en plena “evolución”. Un último ejemplo de ello: hoy día se discute lo que se conoce como teoría de la selección multinivel (TSM), que afirma que la “lucha por la vida” y la consecuente selección natural no sólo se da entre individuos, sino también entre grupos de individuos de la misma especie y también, cojan aliento… entre genes de un mismo individuo. Ahí queda eso. Pero no se preocupen, que no voy a meterme en ello – por el momento – y por hoy ya les dejo descansar.

Evolución (1). ¡Qué estúpido no haber pensado en ello!

Esta fue la conocida exclamación del científico británico del siglo XIX Thomas Henry Huxley al comprender, tras la lectura de El origen de las especies, el mecanismo que Darwin proponía como motor de la evolución biológica: la selección natural.
Podríamos pensar que Mr. Huxley “se lo tenía un poco creído” al hacer afirmaciones de este tipo; al fin y al cabo, no se conservan declaraciones de científicos de finales del siglo XVII del tipo de: “¿cómo he podido estar tan tonto de no descubrir la Ley de la Gravitación Universal antes que ese estirado de Newton?”. O de científicos de principios del siglo XX, como: “¿la Ley de la Relatividad Especial, dice usted? Bah. ¡Eso se le ocurre a cualquiera!”. Más bien al contrario, las principales teorías científicas necesitan de cierta profundización y estudio para ser comprendidas en su totalidad.
Pero el caso es que Huxley, que sin duda era un señor muy inteligente, no estaba comparando su intelecto al de Darwin al hacer la susodicha afirmación; simplemente reconocía lo que, desde entonces hasta hoy, cualquier estudiante o interesado en la Biología ha acabado por descubrir: que la teoría de Darwin, a la vez que genial y de profundas consecuencias, era inesperadamente sencilla, casi de sentido común. Quizá algún lector, al que se le atragantó la Biología en secundaria, no opine lo mismo; pero, si usted pertenece a este grupo, puede tranquilizar su conciencia; éste que escribe está convencido de que no es culpa suya: ¡es de su profesor! ¡A usted no le explicaron bien la teoría de Darwin! Y le animo a que siga leyendo: quizá consiga llenar esa laguna intelectual y, como consecuencia, abandone su odio por la Biología y se haga fan incondicional de Cellularium.

Para empezar, desterremos una idea equivocada: a menudo se habla de “evolucionismo”, “darwinismo”, “teoría de la evolución”… como si fueran la misma cosa. Y no. Antes de Darwin, era una opinión relativamente extendida entre los naturalistas que los seres vivos habían sufrido cambios a lo largo de la historia (suele citarse al propio abuelo de Charles, Erasmus Darwin, como ejemplo de científico evolucionista). Y es que lo que se discutía a mediados del siglo XIX no era el concepto de “evolución biológica”, sino cuál podría ser el “motor” que empujaba a los seres vivos a cambiar a lo largo del tiempo. De las distintas teorías alternativas que compitieron con la de Darwin, la más influyente fue el “lamarckismo”, postulada inicialmente por Jean-Baptiste de Lamarck, y que, en esencia, defendía lo siguiente: los cambios que a lo largo de su vida pueda “acumular” un ser vivo se transmiten a su descendencia. Se entiende mejor con un ejemplo, como el clásico de las jirafas: una jirafa de cuello corto puede alimentarse tan sólo de las hojas inferiores de los árboles; el esfuerzo acumulado de toda su vida intentando alcanzar también hojas más altas se traduciría en un ligero aumento en la longitud de su cuello… aumento que transmitiría a sus descendientes. Repitiendo este efecto a lo largo de sucesivas generaciones se podría explicar el origen de jirafas “cuelli-largas” a partir de antepasadas “cuelli-cortas”. La idea no estaba mal traída del todo, la verdad, pero no se pudo probar. Hoy día, no nos parece demasiado difícil refutarla: si tiene usted tiempo, dedíquese a amputarle la cola a sucesivas generaciones de ratones; si no se aburre antes, comprobará que nunca surgirá un descendiente sin cola o con una cola de menor longitud.

El “motor” que proponía Darwin para la evolución era esa idea supuestamente tan sencilla que a Huxley le hacía sentirse estúpido por no haberla imaginado. En el principio de todo hay una observación simple: los descendientes de un ser vivo no son todos exactamente iguales. De este hecho básico se han aprovechado los ganaderos y los agricultores a través de los siglos para mejorar las razas de ovejas, cabras o vacas o las plantas de maíz, trigo, etc: de entre los descendientes, escoger el que más leche / lana / carne produce y, si puede ser, cruzarlo con otro individuo también de características óptimas. Repitiendo esta técnica desde el Neolítico (hace 10.000 años) hasta nuestros días hemos conseguido vacas hiperproductoras de leche, ovejas extremadamente lanosas y maíz que produce apabullantes mazorcas (si las comparamos con las producidas por sus tímidos antecesores silvestres).

Darwin debió pensar que, si la selección humana en unos pocos miles de años había alcanzado tales logros, ¿qué no podría hacer la Naturaleza en mucho más tiempo (inciso: en aquellos años comenzaba a revisarse al alza la edad de la Tierra, considerándose por vez primera la escala de millones de años)? El problema era descubrir qué cumplía en la Naturaleza la función del ganadero o agricultor, escogiendo las mejores variedades y descartando las peores. El momento de iluminación de Darwin suele hacerse coincidir con su lectura de Un ensayo sobre la población, de Thomas Malthus, en el que se mostraba que, mientras la población aumentaba geométricamente, los recursos (como los alimentos) lo hacían tan sólo de forma aritmética. Nada sabemos sobre si Darwin, en este punto, exclamó “¡eureka!”, pero sin duda lo pensó: si la naturaleza es pródiga a la hora de proporcionar descendencia a los seres vivos, no lo es tanto suministrando recursos para la supervivencia de tan extensas proles; por ello, de forma inevitable, se entabla una lucha por los recursos en la que algunos individuos – recordemos: todos son ligeramente diferentes unos de otros – accederán mejor a ellos que el resto. Ejemplo: si tengo unos músculos algo más fuertes que los demás, puedo correr más y durante más tiempo, puedo cazar a más presas, me alimento mejor, vivo más tiempo y puedo tener más descendientes… que heredarán la fuerza de mis músculos. Repitamos lo mismo durante cientos de miles de generaciones y… obtendremos la inconmensurable diversidad biológica del planeta Tierra, constituida por millones de especies perfectamente adaptadas a sus ambientes respectivos. Darwin había descubierto una “selección de los más aptos” sin necesidad de ganadero o agricultor: la relativa escasez de los recursos (frente a la abundante progenie de los seres vivos) hacía ese papel. Selección sin seleccionador, “selección natural”.

“¡Qué increíblemente estúpido no haber pensado en ello!” fueron, al parecer, las palabras exactas de Huxley al llegar a este punto del razonamiento. Desearía que, en este momento, una exclamación ligeramente similar surgiera en la mente de ese lector al que, desafortunadamente, nunca le explicaron demasiado bien “eso de la evolución”.

Cáncer y envejecimiento: ¿procesos opuestos?

Existen pocos temas en el campo de la salud que interesen tanto a nuestras sociedades avanzadas como el cáncer y la paulatina degeneración de los órganos que conocemos por envejecimiento: quizá tan sólo las afecciones cardiovasculares, primera causa de muerte en occidente, seguida muy de cerca precisamente del cáncer. Por ello, no deja de resultar inquietante que algunos de los científicos estudiosos de la vida celular lleven algún tiempo proponiendo que, a este nivel microscópico, cáncer y vejez son procesos opuestos. Una de las varias formas de enunciar esta idea, conocida como la hipótesis cáncer-envejecimiento, es decir que el envejecimiento es el precio que paga la célula por no transformarse en cancerosa. Pero empecemos por el principio.
¿Qué provoca que, con el tiempo, las células “se hagan viejas”: comiencen a funcionar mal, a deteriorarse, y con ellas, los tejidos y los órganos? La respuesta completa aún no está a nuestro alcance, pero pensamos que buena parte de la culpa de hacernos viejos la tienen los llamados, de manera general, radicales libres o radicales oxidantes. Se trata de residuos del metabolismo oxidativo de la célula que no son adecuadamente eliminados y por su gran reactividad son peligrosos (pueden reaccionar y unirse a diversas estructuras celulares, a proteínas o al ADN); por ello la publicidad nos bombardea constantemente con productos supuestamente repletos de “antioxidantes”. El otro gran campo de estudio del envejecimiento se centra en unas minúsculas estructuras que aparecen en los extremos de los cromosomas: los telómeros.

A ver si soy capaz de explicar esto de los telómeros y su relación con el envejecimiento celular: los telómeros son secuencias sencillas y repetitivas de ADN que protegen los extremos de ADN libres del cromosoma (un telómero se parecería a un “dedal” de costura que, al tapar los extremos del cromosoma, impide que la cadena de ADN, extremadamente enrollada, se “deshilache”). La replicación del cromosoma en cada división celular tiene dificultades para duplicar completamente las secuencias repetitivas del telómero (es esa repetitividad de la secuencia de ADN la que hace que la maquinaria de copia se haga “un pequeño lio”, se “pierda” y no la copie bien), por lo que tras cada división celular el telómero se acorta. Las sucesivas divisiones provocan una reducción progresiva de los telómeros. Esto implica una desprotección del ADN en los extremos del cromosoma, un mayor “deshilachamiento” y, finalmente, pérdida de material genético. Cuando, tras muchas divisiones, la longitud de estos telómeros llega a un punto crítico, la célula entra en un estado de senescencia.
La senescencia celular se observa fácilmente in vitro: las células alcanzan únicamente un número determinado de divisiones (entre 40 y 50, según el tipo de célula). Conforme nos acercamos a este número, el ciclo vital de la célula se ralentiza hasta detenerse; y de esta parada del ciclo celular ya no se puede salir. Células de un feto humano in vitro pueden soportar hasta 50 divisiones; las de un adulto, hasta 40; las de un anciano de 80 años, hasta 30. Parece obvio relacionar la senescencia celular con el envejecimiento del organismo, y de hecho se piensa en ese sentido.
Pero… ¿cómo calcula la célula que ha alcanzado su división numero 50 y se detiene? Como comentábamos antes, la reducción progresiva de los telómeros en las células parece estar relacionada con este fenómeno de senescencia, y cada vez hay más pruebas de que está asociada con degeneración de los órganos y reducción de la esperanza de vida (tanto en ratones como en humanos). Cuanto más cortos son los telómeros, menor número de divisiones le restan a la célula. Utilizando una metáfora, el acortamiento de los telómeros en cada división celular supone una especie de reloj biológico que podría permitir a la célula contar su número de divisiones.
Y ahora, pasemos al cáncer. Una célula da el primer paso hacia el cáncer cuando pierde el control de su ciclo celular y comienza a proliferar de forma rápida y descontrolada. El ciclo celular, es decir, la secuencia cíclica de procesos que sufre una célula, y que incluye, como es lógico, la replicación de su ADN antes de dividirse y la posterior división, es un proceso extremadamente controlado. Es lógico si se comprende que perder su control puede desembocar en que la célula se transforme en tumoral. Entre los variados mecanismos que utiliza la célula para tener bajo control férreo su ciclo encontramos los que detectan daños en el ADN (fallos de replicación, roturas, falta de algunos fragmentos,…). No se puede pasar por alto ninguno de estos errores, pues pueden desembocar en mutaciones que conviertan a la célula en cancerosa. Los mecanismos detectores de estos fallos desembocan en la activación de genes que se conocen como genes supresores de tumores. Cuando estos genes se activan, inducen en la célula, a través de otras proteínas, estados como la senescencia o la apoptosis, dependiendo de la gravedad del daño encontrado. De la senescencia se habló previamente. La apoptosis es el nombre con el que los científicos conocen la muerte celular programada o, más llanamente, el “suicidio” celular. Mediante ambos mecanismos, la célula con ADN dañado y susceptible de transformarse en cancerosa, queda fuera de juego.
Como se comentó al principio, la hipótesis cáncer-envejecimiento propone que el cáncer y la degeneración de los órganos producida por el envejecimiento están relacionados, o de forma más precisa, son opuestos en sus mecanismos a nivel molecular. Se puede comprender que los telómeros disfuncionales (acortados por sucesivas duplicaciones de ADN y sin reparación) contribuyen a evitar el cáncer porque, como ADN dañado que son, mantienen activas las rutas y puntos de control de daño en ADN que desembocan en los genes supresores de tumores. Por otro lado, una de las características típicas de las células cancerosas, la inmortalidad, es debida en buena medida a que han reactivado una enzima muy particular: la telomerasa; esta peculiar enzima (que sólo aparece activa de forma no patológica en las células germinales del cuerpo) tiene como función reconstituir los telómeros dañados tras cada división celular; como consecuencia, la célula no envejece y se pierde la señal de ADN dañado que constantemente era enviada desde los telómeros a los mecanismos supresores de tumores.
A la inversa, también se ha comprobado que la activación de otros genes supresores de tumores conduce al envejecimiento celular, mientras que la inactivación de estos genes es uno de los primeros pasos en la formación de cánceres (se pierden los mecanismos de control de los daños en ADN y esto permite que escapen mutaciones que transforman determinados genes en oncogenes). Por todo ello, algunos bienintencionados esfuerzos antienvejecimiento (tratamientos con hormonas que retarden la perdida muscular, por ejemplo) podrían acelerar la formación de cáncer (y viceversa).
Sin embargo, y como para recordarnos el estatus de “hipótesis” de la relación entre envejecimiento y cáncer, en los últimos años han sido publicados algunos estudios científicos que ponen en duda, al menos parcialmente, esta hipótesis, es decir, que los procesos moleculares que favorecen el envejecimiento protegen del cáncer y viceversa. Dichos estudios apuntan a que, en ocasiones puntuales, ambos efectos (envejecimiento y cáncer) podrían liberarse uno del otro. Es un camino interesante, si se acaba confirmando, puesto que podríamos, en el futuro, encontrar formas de retrasar el envejecimiento sin aumentar las probabilidades de cáncer, o de “inmunizar” frente al cáncer sin acelerar el envejecimiento. El tiempo, y mucho trabajo, lo dirán.

jueves, 25 de febrero de 2010

Alfa-defensinas y SIDA ¿Motivos para la esperanza?

La prensa se hace eco estos días de un descubrimiento por parte de investigadores del Servicio de Inmunología del Hospital Clinic de Barcelona que puede tener relevancia para comprender los complejos determinantes que establecen la frontera entre ser seropositivo para el HIV y padecer la temible enfermedad, el SIDA. El descubrimiento en cuestión es que la producción de altos niveles de unas pequeñas proteínas llamadas “α-defensinas” por las células dendríticas de nuestro sistema inmune se relaciona con una ralentización en la aparición y progresión de la enfermedad. La actividad anti-VIH de las α-defensinas se conoce desde 1993, pero los datos de estos investigadores son novedosos porque relacionan cuantitativamente su producción en vivo con el estado de salud de las personas infectadas por el virus. Para llegar a esta conclusión, los investigadores han analizado comparativamente las células dendríticas de individuos sanos, de seropositivos HIV afortunados que parecen controlar por sí mismos la enfermedad y de pacientes que necesitan terapia antiretroviral para evitar el síndrome de inmunodeficiencia. Las células dendríticas son un tipo de células linfoides especializadas en procesar y presentar antígenos. En la batalla entre el invasor y nuestras defensas vienen a ser el “servicio de inteligencia” que procesa la información del enemigo y se la transmite a los mandos para elaborar la estrategia de ataque más apropiada. Además, parece ser que las células dendríticas van armadas, como buenos agentes especiales: producen estas defensinas, que son parte de nuestra inmunidad innata. Las defensinas son pequeños péptidos catiónicos, es decir, proteínas minúsculas con carga iónica positiva, de las que se conocen tres familias: α, β y θ. Los humanos sólo producimos alfa (6 tipos) y un número indeterminado de beta. Las alfa-defensinas son parte del arsenal químico que los fagocitos que patrullan nuestro organismo velando por nuestra salud reservan a las bacterias que engullen. De hecho, se sabe que durante ciertas infecciones bacterianas, como la meningitis y la tuberculosis, las alfa defensinas se producen en nuestro organismo con mayor profusión. Se las describe a veces como “antibióticos naturales”. Bien dicho, pues se ha demostrado su actividad contra todo tipo de bacterias, hongos y parásitos. Además del HIV, se conoce su actividad frente a otros virus envueltos (recubiertos de membrana), como el herpes y la gripe.
Lo más fascinante de estas pequeñas proteínas es que no se conoce con precisión cómo actúan. A las bacterias parece que les hacen pupa de muchas maneras, pero la hipótesis más generalizada, basada en su naturaleza química, es que las defensinas destruyen la membrana plasmática de las células invasoras, por ejemplo, las bacterias. Pero, entonces, ¿cómo se libran de ellas las membranas de nuestras propias células? ¿A qué se debe esa selectividad? Esta pregunta es más difícil de resolver en el caso de los virus, cuyas membranas derivan de las células que infectan y, por tanto, su composición, salvo por la integración de proteínas virales, es químicamente idéntica a la de nuestras células. O bien, dándole la vuelta a la tortilla, ¿cómo sobreviven a las defensinas las bacterias de nuestra microbiota, todos esos millones de pequeños socios –nuestro organismo tiene 10 veces más células bacterianas que propias- que viven en equilibrio con nosotros? Mientras no se esclarezca el mecanismo molecular de acción de las defensinas, hay demasiadas sombras sobre sus aplicaciones en Biomedicina.
Aunque pudiéramos pensar que el uso terapéutico de las alfa-defensinas podría ser la panacea contra las enfermedades infecciosas, la cosa no es tan fácil. Al tratarse de proteínas, la administración se haría más complicada que en el caso de los fármacos habituales, que son normalmente pequeñas moléculas orgánicas. También es inquietante pensar que las personas con esquizofrenia parecen tener niveles más altos de alfa-defensinas, con lo cual no podemos descartar que una inoculación artificial de estas sustancias desencadene problemas neurológicos. Pero estimular su producción por parte de las células dendríticas es sin duda una posible estrategia que las personas afectadas por el HIV deberían contemplar con esperanza. Si se mantienen las expectativas de Josep Maria Gatell, el director de esta investigación, como hemos visto hoy en la tele y leído en los periódicos, podríamos tener en la mano un arma poderosa contra el SIDA. Habría que ver si la convivencia pacífica de ciertos simios con su equivalente virus de inmunodeficiencia tiene que ver también con este fenómeno.

jueves, 11 de febrero de 2010

Tu boca es un ecosistema por explorar

Todos hemos oído hablar de la placa dental y hemos visto esos anuncios en la tele de repugnantes microbios que son arrasados por la eficacia antibacteriana del dentífrico o colutorio de turno. También sabemos que mantener a raya a las bacterias en la boca mediante la higiene dental básica que practicamos diariamente es una medida eficaz para la prevención de la caries y otras patologías que nos conducirían al nunca deseado encuentro con nuestro dentista. No te dejes engañar por esa sensación de frescor mentolado que sigue al cepillado… Incluso después de esta operación tu boca alberga millones de células bacterianas vivitas y coleando que representan unas cuantas decenas de especies. Ya se han catalogado más de 600 especies bacterianas como residentes de la cavidad oral de la especie humana y los microbiólogos encuentran todos los meses alguna nueva. En efecto, no te tienes que ir a Marte o a las lunas de Júpiter a buscar nuevas formas de vida. En tu boca tienes formas de vida en la Tierra aún sin catalogar. Y de la mayoría de las ya descubiertas no sabemos aún gran cosa. Aunque la tecnología genómica y la biología molecular están ayudándonos a conocer a los habitantes de nuestra boca en los últimos años, los científicos no pueden investigar gran cosa sobre ellos porque no saben como cultivarlos. Muchos de ellos, para que os hagáis una idea, no toleran el oxígeno y, además, las relaciones de interdependencia nutricional entre ellos son tan complejas que sería imposible sacarlos de su ecosistema y mantenerlos vivos en un laboratorio. Que tengamos la boca llena de bacterias no es tan sorprendente si consideramos que por cada célula de nuestro organismo hay 10 células bacterianas que habitan nuestro organismo. Se trata de nuestra microbiota. Al variado conjunto de especies que lo conforman se lo conoce como microbioma. Donde éste alcanza mayor biodiversidad es en el aparato digestivo y la boca no es una excepción. Sólo una hora después del cepillado nuestros dientes ya están colonizados por millones de bacterias que se adhieren al esmalte… Y no estamos hablando de infección, sino de salud. Viven en equilibrio con nosotros. Son parte de nosotros y, mientras ese equilibrio no se rompa, todos somos felices: nosotros y nuestros estreptococos, lactobacilos, actinomicetos, fusobacterias, espiroquetas… En fin, cocos y bacilos de todas clases. ¿De dónde vienen? El bebé es estéril en el seno materno, pero desde el minuto que sale al exterior su piel y sus mucosas son colonizadas. Al principio la microbota no es tan variada. Es rica en lactobacilos, eso sí, que como el propio lactante son amantes del poder nutritivo de la leche. Pero en cuanto surgen las primeras piezas dentales comienza a evolucionar el ecosistema, aparecen nuevas especies y se hace más complejo. Después de cepillarnos los dientes, la saliva nos trae flotando a los pioneros, los primeros colonizadores, que suelen ser estreptococos, unas bacterias que tienen aspecto de rosario al microscopio. Vienen de sitios protegidos, como las criptas de la lengua (para ellos los pliegues microscópicos de la mucosa en la lengua son amplias y profundas simas donde esconderse de las corrientes). El destino de la mayoría es ser engullidos con la saliva y literalmente quemados en ácido por los jugos gástricos en el estómago. Pero algunos se valen de estrategias moleculares, como la producción de adhesinas en su superficie, unas proteínas pegajosas que les anclan al esmalte. Una vez ahí secretan polímeros que les adhieren de manera más eficaz. De hecho secretan tanto que se quedan embebidos en esa matriz polimérica que se convertirá en la famosa placa. Si no eliminamos la placa de vez en cuando y además alimentamos a nuestros polizones con sacarosa (niño no comas golosinas que se te van a picar los dientes), las bacterias se agregarán a otras bacterias, la película polimérica crecerá y algunas comunidades bacterianas fermentarán la sacarosa produciendo ácido láctico, lo que causará una corrosión ácida en el esmalte dental que acabará, como poco, en empaste (para alegría de la cuenta bancaria de tu dentista). Lo interesante es que la composición en cuanto al número de especies y su abundancia depende de cada persona. Tu ecosistema es único y quizás irrepetible. Y eso es lo curioso, que no parece depender de qué comas ni de dónde vivas, sino de quién eres. Hay casi la misma diferencia entre tú y tu hermano que entre tú y un esquimal. Cada boca es un ecosistema distinto. La próxima vez que beses apasionadamente a alguien, piensa en la enorme trascendencia que tiene poner en contacto dos ecosistemas tremendamente complejos. Decenas de especies perfectamente adaptadas a ese medio de flujos hidrodinámicos de saliva contribuyendo al equilibrio de la diversidad local o alterándolo, luchando por asentarse en un nicho, por sobrevivir. La pasión de la vida.