martes, 19 de mayo de 2009

H1N1: CONOCER LO IMPREVISIBLE

Conocer al enemigo, su naturaleza, sus movimientos, su estrategia, es esencial para ganar la batalla. La diferencia entre una persona consciente de la magnitud del peligro de una ignorante es que la primera actuará con la reconfortante sensación de no tener miedo a lo desconocido. Por otro lado, la ignorancia absoluta es una vacuna contra el miedo, y el miedo no es malo en tanto en cuanto estimula la prudencia. Con el nuevo virus de la gripe H1N1 ocurre algo de esto… Por un lado, la alarma ha sonado y la población mundial está alerta, por miedo o por prudencia. Por otro lado, las autoridades sanitarias han transmitido finalmente una sensación de relativa seguridad basada en el conocimiento profundo que tenemos de este particular enemigo. Es imprevisible, sí, pero conocemos incluso su imprevisibilidad. Nadie bien informado duda a estas alturas que estamos ante el primer virus de gripe pandémica del siglo XXI. En el siglo XX tuvimos tres pandemias, en 1918, 1957 y 1968. En el 1918, nuestros bisabuelos y tatarabuelos no sabían lo que era un virus, y los cuatro que lo sabían creían que la gripe la causaba una bacteria, en cualquier caso. Balance: más de 50 millones de muertos en un invierno (viajó por todo el globo sin necesidad de transporte aéreo), la mayor y más fulminante epidemia conocida en la historia. Los que comparan el virus de 1918 con el recién surgido en México no sembrarían tanto alarmismo si consideran que ni los conocimientos científicos ni las condiciones sociales son los mismos 89 años después. Para empezar, los parámetros higiénico-sanitarios en el primer mundo de entonces serían equivalentes a los del tercer mundo actual (no olvidemos que las naciones más civilizadas estaban inmersas en la Primera Guerra Mundial precisamente durante el inicio de la epidemia). En 1957 y 1968, nuestros padres y abuelos pasaron un gripazo menos virulento que el del 18, algo parecido a lo que esperamos ahora, aunque entonces no había ni posibilidad de elaborar vacunas de uso generalizado ni “Tamiflu”. Un vasito de leche caliente y a la cama. Y punto. Los epidemiólogos llevaban un tiempo esperando esta, y tenemos suerte de que los presagios más pesimistas no se han cumplido y no se trata un virus derivado del aviar H5N1 que fuese capaz de llevar a cabo con éxito el temido salto de especie, con una tasa de letalidad en el ser humano del 80% cuando se transmite directamente desde las aves. Al lado del aviar, este nuevo H1N1 “porcino”, con su modesto 0,8% de tasa de letalidad mostrado hasta ahora (mayor en México, 1,97%, acaso porque les pilló de sorpresa, no más), y por tanto 100 veces menos virulento, es un problema menor. Pero no hay que fiarse… Por un lado el H5N1, aunque se ha enfriado en los medios de comunicación, sigue circulando y transmitiéndose con cuentagotas a las personas humanas y probablemente a los cerdos porcinos, especialmente por el sudeste asiático. Y por otro lado, me temo que el próximo invierno trae una nueva gripe, cuya virulencia puede hacerse más agresiva (o menos, este enemigo es imprevisible, insisto) y que nos va a coger inmunológicamente desprevenidos, salvo que la vacuna llegue a tiempo y sea eficaz. Puesto que la producción de la vacuna de la gripe está muy puesta a punto y la OMS en persona va a coordinar los esfuerzos, es probable que llegue a tiempo, pero la cruz de la moneda es que la eficacia de una vacuna nueva no se conocerá hasta después de utilizarla.
En cualquier caso, no deja de fascinarlos la capacidad evolutiva de este virus, capaz de “barajar” sus ocho fragmentos genómicos con los de sus múltiples primos como naipes, generando así un sinfín de probabilidades (combinación de 8 elementos tomados de 8 en 8), saltando de especie a especie (gaviotas, ballenas, focas, caballos, patos, gatos, gallinas, cerdos, personas…). En el fondo, las infecciones virales son parte esencial de nuestra historia como especie y de la del resto de especies de la biosfera. Contribuyen en gran medida a ejercer esa presión selectiva que selecciona sólo a los más fuertes, asegurando una mejor adaptación al medio. Con su tremenda capacidad evolutiva, minúsculos virus como el de la gripe condicionan el más lento proceso evolutivo de los seres superiores. Es una visión un tanto determinista, lo sé, pero es cierto… Somos los descendientes de los supervivientes de tres pandemias de gripe de media por siglo, de manera sucesiva, desde la noche de los tiempos. Y va a seguir siendo así, porque esta enfermedad infecciosa, al contrario que otras epidemias históricas, no va a ser fácil de erradicar. Conocemos al enemigo lo suficiente como para saber que es virtualmente indestructible.

martes, 17 de marzo de 2009

Darwin y el Botox


Al margen de la parafernalia darviniana con motivo del 150 aniversario de la publicación de la teoría de la evolución, me ha llamado la atención un artículo de un divulgador llamado Carl Zimmer en una revista de divulgación científica titulado “Por qué a Darwin le habría encantado el Botox”. Si revisamos a la obra de Darwin nos daremos cuenta de que el sabio británico estaba obsesionado con otros temas, distintos a su clásica afición de ofender a los creacionistas. Y uno de ellos era la expresión facial, hasta el punto de llegar a publicar un libro años después del Origen de las Especies (“La Expresión de las Emociones en el Hombre y los Animales”, que se puede leer on-line V.O.) en el que presenta con gran detalle sus observaciones sobre hasta qué punto el lenguaje de los gestos es un rasgo hereditario o adquirido mediante aprendizaje. Leyendo esta obra se descubre a Darwin como un observador minucioso, capaz de pasarse una tarde en el zoo enseñándoles espejos a los orangutanes, o estudiando fotografías del electrofisiólogo torturador Duchenne que muestran la cara de sus pacientes al recibir tal o cual calambrazo en músculos orbiculares o buccinadores, capaz de preguntar a sus amigos neozelandeses o brasileños si los nativos de por allí cuando se sorprenden abren la boca o suben las cejas, recopilando información sobre comportamiento canino y equino de las fuentes más diversas (aunque parece más seguro de las conclusiones que saca espiando a sus propias bestias que de las de eminentes zoólogos de la época), preguntando a los expertos si los leones, tigres y jaguares ronronean como los gatos… La reflexión que Darwin quería sacar a la luz con todo esto es que la expresividad de algunos mamíferos capaces de desarrollar un comportamiento afectivo ante ciertos estímulos (especialmente primates, pero también chuchos menos evolucionados) recordaba mucho a la innata en el ser humano. Darwin plantea en esta obra de manera prudente pero muy racional la frontera entre la capacidad innata de expresar emociones y la resultante del aprendizaje por imitación, poniendo ejemplos basados en el “body language” de los bebés o de personas ciegas de nacimiento. La tesis que pretendía sostener Darwin sigue vigente, aunque los neurofisiólogos de nuestros días (¿o debería llamarles neurofisiónomos?) tienen tecnología más sofisticada que permite estudiar las áreas del cerebro que se estimulan en relación con gestos y emociones. Hoy se asume que la cara de los primates, además del espejo del alma, como dicen, es un sofisticado y preciso instrumento de comunicación emocional que, como especulaba Darwin, precedió al desarrollo del lenguaje. De hecho, la evolución nos ha dotado de músculos capaces de “poner cara” a cualquier emoción según nos ha ido convirtiendo en seres capaces de desarrollar relaciones afectivas. Se ha probado experimentalmente que los primates sociales tienen más repertorio de gestos faciales que sus parientes solitarios. Parece ser que empatizamos con nuestros semejantes imitando su expresión de manera instintiva: una cara sonriente nos hace sonreír en una fracción de segundo, mientras que un gesto agresivo induce otro de rechazo. Expresiones y emociones corren en nuestra mente espontánea e inseparablemente paralelas. El Botox, como sabéis, es la toxina botulínica, un potente veneno de origen bacteriano capaz de causar una pérdida severa del tono muscular. Inyectada localmente en pequeñas dosis en ciertas regiones de la cara paraliza los músculos responsables de la expresión, lo que ha encontrado en nuestra coqueta civilización aplicaciones puramente cosméticas, es decir, ajenas a su aplicación terapéutica pero mucho más lucrativas. A unos científicos alemanes se les ocurrió hacer un experimento que a Darwin le hubiera gustado más que ver al cura más reaccionario de su parroquia anglicana comiendo plátanos colgado de una liana. Se les ocurrió escanear la actividad cerebral de unas cuantas personas sometidas a parálisis facial con la toxina ante la visión de caras tristes y cabreadas y compararlo con el de otras tantas no tratadas y, por tanto, con un tono facial normal. La conclusión del experimento es que las personas tratadas con botox, al no poder empatizar con las caras largas que se les mostraban, no estimulaban tan eficazmente como la gente normal la región cerebral llamada amígdala, el centro de las emociones. Es decir, que sienten y padecen menos y, por tanto, además de ser más inexpresivas son más felices ante la desdicha ajena. Teniendo en cuenta que millones de inyecciones de Botox son administradas anualmente en los centros de cosmética de todo el primer mundo, una conclusión precipitada puede ser que, de manera involuntaria y en aras de la búsqueda de la eterna juventud, vivimos en un mundo más feliz. Si en algo estábamos de acuerdo los evolucionistas y los creacionistas es que, sea Dios o sea la evolución, se nos ha otorgado la encomiable capacidad de expresar nuestras emociones. ¿De verdad merece la pena ir contra natura –o contra la voluntad divina- sólo por las apariencias? La respuesta a esto puede estar en otra obra darviniana, publicada un año antes que ésta: “El Origen del Hombre y de la Selección en Relación al Sexo”. En el fondo, quitarte esas arruguitas a costa de tu credibilidad como digno heredero del eslabón perdido no es probablemente sino una estrategia para atraer al sexo opuesto y perpetuar la especie. Pero eso es otra historia.