lunes, 13 de junio de 2016

¿Memorizar, aprender o navegar? La Universidad en un mundo hiperconectado

Llevo dos semanas en el entorno de Harvard, precisamente después de que el clímax de la ceremonia de graduación dejase paso a un hiato veraniego... Las calles de Cambridge (Massachusetts) dejan de ebullir con la vida estudiantil, pero en cada rincón de la ciudad sigue latiendo el pulso de la academia. Es la seña de identidad de esta ciudad. Ahora serán los turistas los que ocupen ese espacio que los estudiantes dejan vacante. Compran toneladas de merchandising académico en la COOP de Harvard Square y en los puestos callejeros de todo Boston.  En esto radica la diferencia sociológica clave entre la universidad española y los campus de Harvard o el MIT: el enorme reconocimiento social de la marca. Charlando con mis colegas y algunos paisanos que han estudiado aquí me hago a la idea de que esto es lo que garantiza la supervivencia de la propia institución: en efecto, los turistas compran sudaderas, camisetas, gorras, calzoncillos, mochilas, llaveros, imanes para la nevera y tazas de Harvard con el fervor que en nuestro país compran la misma mercancía del Real Madrid o del Barça. Es lo que vende.


¿Será que los niños aquí no quieren ser futbolistas sino ingenieros investigadores, médicos o abogados? No sé... Pocos lo conseguirán porque la admisión requiere un compromiso previo y una férrea determinación para el estudio que no es asumible por la mayoría de los adolescentes. Y dinero. Pero no siempre: me consta que muchos estudiantes son seleccionados y becados por las aptitudes mostradas en su currículum preuniversitario o en su entrevista o examen de ingreso. Eso sí, una vez dentro la rutina no se parece a la de la universidad pública española. Para empezar, aquí prácticamente todo el mundo obtiene un notable rendimiento académico. Nadie suspende y, si esto ocurriera, no te preocupes porque tu tutor te busca personalmente para preguntarte qué pasa contigo. No cabe el fracaso, simplemente porque nadie espera que el estudiante fracase y mucho menos él mismo (o ella, porque desde 1945 Harvard Medical School admite mujeres y en el s. XIX el Radcliffe College ya las admitía… ). Paseando por el campus te das cuenta de que todos los edificios tienen un nombre propio que, en la mayoría de los casos, no te sonará de nada. ¿Un científico famoso? ¿Un economista? Tal vez, pero no necesariamente. Se trata de mecenas cuasianónimos, pero siempre millonarios y siempre antiguos estudiantes, que donan fortunas para retroalimentar el prestigio de la marca. ¿Te imaginas a los millonarios españoles regalando una pasta a la universidad en la que estudiaron? (si algún millonario de la cultura del pelotazo ha estudiado, claro). En la cultura mediterránea los lazos familiares son sagrados. En la sajona, sobre todo a este lado del charco, lo son los académicos. Para un estudiante universitario español, el arquetipo de profesor es alguien distante que corregirá tu examen y tu objetivo es sisarle esos puntos aplicando la ley del mínimo esfuerzo. Uno de los alicientes de graduarse es perderles de vista para siempre. Para un estudiante de Harvard, el arquetipo de profesor es alguien que a pesar de su prestigio y reputación, dedica su tiempo a transmitirte ese conocimiento con paciencia y devoción. Aunque más que al profesor, a quien quedan agradecidos es a la institución en sí.
Este sistema con una tutorización más directa es el que tímida y torpemente el documento de Bolonia intentó implantar en Europa con estrepitoso fracaso. El fiasco se debe a que al menos en España se intentó implementar a coste cero y, en cualquier caso, cuando una generación más joven surgió con el potencial para aplicarlo, la crisis económica les cerró las puertas de la academia y de casi todo las demás... Veamos algunas cifras comparativas. UniversidadComplutense: más de 57.000 estudiantes de Grado, precio medio de matrícula 1.600 € (alojamiento y manutención por su cuenta), 4.671 profesores. Harvard University: 6.700 estudiantes de Grado, con un presupuesto anual por estudiante de 38.000 $ (57.000 con alojamiento y manutención), 5.900 profesores. Haced cuentas y hallad el ratio alumno-profesor. Es cierto que la mayoría de los profesores de Harvard se dedican a postgrado y el número de estudiantes de posgrado dobla al de pregraduados, mientras que en la Complutense los estudiantes de Másteres y posgrado son 10 veces menos, pero aún así… Ni tanto, ni tan calvo, que decía mi abuela. La universidad pública española es una especie de milagro, de multiplicación de panes y peces ad infinitum. Pero para que la universidad pública ejerza su labor con calidad y competitividad no son necesarias las cifras de vértigo de la élite académica de Harvard.
Sin embargo… ¿Es la excelencia universitaria un reflejo de la realidad social? Aquí mucho menos que en España, desde luego. Este es un país de contrastes: los centros de investigación en genética y evolución más punteros del mundo frente a una masa de adeptos al creacionismo; Harvard, Berkeley, Yale, Princeton, el MIT, baluartes de la élite cultural de un país cuyos ciudadanos en los cinco últimos años compraron 1.500.000 fusiles-ametralladora de asalto como el que utilizó el abominable asesino de la matanza de Orlando. Deben ser unos angelitos los americanos, en el fondo, porque imaginaos  qué carnicería supondría nuestro temperamento mediterráneo tan aficionado al crimen pasional (ahora llamado violencia de género) si en lugar de recurrir al cutre martillo, a la cobarde defenestración, al socorrido cuchillo de cocina o, en el mejor de los casos, a la escopeta de caza del abuelo, una de cada doscientas personas (una de cada 50 familias) tuviera un rifle-ametralladora, anecdóticamente comprado en los últimos cinco años.
En fin, volviendo a la pacífica academia, ya que esta vez para variar la matanza no ha sido en un campus universitario, me cuentan que en Harvard empollar para los exámenes no es lo rutinario. No se trata de llenarte la cabeza de fórmulas, teoremas o leyes: se trata de saber buscar, gestionar y comunicar la información. Para ello disponen de bibliotecas faraónicas, salones neogóticos con sofás de cuero y chimeneas encendidas en invierno abiertas las 24 horas del día a su entera disposición. Cuando las clases son lecciones magistrales, disponen al finalizar de un profesor de apoyo cada cuatro alumnos para debatir sobre la clase o reforzar sus contenidos. Los apuntes no sirven para nada. El estudiante debe ir a las fuentes, buscar, indagar, “hacerse a sí mismo” en el más genuino estilo americano. Quien destaca no es quien encuentra el libro y se lo aprende de pe a pa, sino quien sabe en qué página de qué libros están las claves para dar una respuesta creativa a las tesis propuestas por el docente. Oh, maravilla.
Si hace 20 años estas estrategias de aprendizaje eran una mera alternativa a una educación superior fría y escolástica que funcionaba con sus luces y sus sombras, pero funcionaba, hoy son una necesidad y una demanda social incuestionable. La culpa es de “la red”.
Internet ha cambiado nuestra manera de acceder a la información y a la desinformación. A lo que se suma el efecto que las redes sociales han cambiado la manera de relacionarnos. Todo esto nos abre unos horizontes y un abrumador espacio, siempre virtual, a las relaciones humanas y al legado cultural de la raza humana. Pero ¿quién no se ha quedado delante del navegador en blanco, sin saber qué buscar? El exceso de información atrofia la curiosidad. Además, adentrarse sin carta de navegación en un océano global de información sin límites puede ser peligroso. De ahí que la labor docente en los centros de enseñanza debe, primero, tener un componente humano, una dimensión moral, de transmisión no tanto de conocimiento, sino de actitud hacia el conocimiento y su utilización según valores éticos. Y, en segundo lugar, en nuestros días, debe ser la carta de navegación que ayude al estudiante a llegar a puerto, a distinguir la ciencia de la paraciencia, las hipótesis vigentes sobre la estimulación de la respuesta inmunitaria frente a las arengas catastrofistas de los antivacunas, por poner un ejemplo en que internet a menudo desinforma.
En este contexto, voy a destacar un ejemplo del potencial que tienen las nuevas tecnologías de la comunicación para ejercer de carta de navegación con un criterio científico a la vez que lúdico e incluso aventurero, en el que he participado recientemente. Reconozco mi escepticismo inicial ante la idea del Profesor Ignacio López Goñi, de la Universidad de Navarra, responsable del blog microBIO, de hacer un curso masivo on-line (MOOC) sobre Microbiología por Twitter. Con el apoyo del grupo de Difusión y Docencia de la Sociedad Española de Microbiología, reclutó a 30 profesores y cada uno de nosotros preparamos una clase en 40 tuits sobre bacterias, virus, hongos, biotecnología, infecciones, fermentación, fisiología, etc., etc. En contra de mis expectativas, desde la primera clase me enganchó: estábamos conectando en directo con un montón de alumnos virtuales curiosos por la ciencia en diversos lugares del mundo. El profesor había seleccionado material validado por sus conocimientos científicos, pero divulgativo y a menudo entretenido, intentando sorprender en cada tuit. El resultado son cientos de píldoras de conocimiento con otros tantos de enlaces a páginas, imágenes, webs y videos sobre microbiología que, acabado el curso, ha quedado recopilado en Storify. Quienes lo hemos seguido hemos aprendido y hemos disfrutado. Todo ello gratis y dando un ejemplo espontáneo de lo que los especialistas en educación me consta estudian como nuevas técnicas pedagógicas, aquí en Harvard y en muchos otros sitios… Se habla de “gamificación” de la enseñanza, aprender jugando sobre soportes audiovisuales e interactivos.

Tranquilos, Sócrates, Unamuno… La oratoria no ha muerto, simplemente se propaga por fibra óptica. Además, por mucho que nos empeñemos en automatizar el contacto humano, la experiencia real no es como la virtual. Como realmente se aprende es por imitación. Y para eso hay que establecer contacto directo con el maestro. No podemos estar siempre navegando. Hay que tocar tierra de vez en cuando y poner los pies en el suelo.

Decía un maestro zen japonés, el bueno de Eihei Dogen, mi lectura-evasión favorita para el verano, que la única manera de alcanzar el conocimiento (para él era la iluminación, pero ¿qué es el conocimiento científico sino la búsqueda de la verdad?) es encontrar la guía de un maestro, que debe ser “un hombre o un mujer fuerte”, “de gran experiencia”, que haya alcanzado el conocimiento pleno (esto es mucho pedir) y que esté dotado del “espíritu del zorro salvaje”, al que se supone inteligente y astuto. Si llegáis a este puerto, sea de forma real o virtual, sea en Harvard, en las calles del mismo Bilbao, en Badalona o en Vallecas, dejad de navegar y echad el ancla.