miércoles, 26 de mayo de 2010

La vida sintética de Craig Venter


Venter es uno de esos personajes que no pasan desapercibidos. Ya le fichó la prensa más allá del ámbito científico desde que compitiera en solitario con el mastodóntico consorcio público internacional mediante su iniciativa privada (Celera Genomics) para secuenciar el genoma humano, aventura que finalizó en tablas e inauguró una nueva era para la Biomedicina en el naciente siglo XXI. Nadie le ha perdonado que al inicio de su carrera intentara patentar sistemáticamente algunas secuencias humanas. Pero hay que reconocerle que antes que eso había dado pautas clave para la labor cartográfica que permitió luego resolver el puzzle del genoma humano. También fue capaz de ensamblar el primer genoma bacteriano para demostrar la validez de su estrategia, llamada shotgun, una forma de resolver el rompecabezas mediante el uso de supercomputadoras, menos precisa pero mucho más rápida que la propuesta por el consorcio público. A mí me gusta traducir eso del shotgun como “Aquí te pillo, aquí te mato”. Muy americano. En plena vorágine genómica no tuvo reparo en dar un par de cambiazos e incluir su propio genoma entre los secuenciados. Lobo marino donde los haya, se dedicó luego a recorrer los siete mares en un yate equipado con los aparejos necesarios para pescar consorcios de microorganismos marinos que revelaron una biodiversidad insospechada en nuestro planeta, abriendo la puerta a la Metagenómica, otro de los hitos de la biología actual. Y ahora vuelve a las portadas para sorprender con la creación de lo que se ha bautizado la primera célula sintética. El debate ético salta de nuevo a un primer plano en torno al científico más mediático de los últimos tiempos.
Lo que ha hecho Venter no es crear vida sintética literalmente. Hay que matizar. Lo que realmente ha hecho es sintetizar químicamente fragmentos de ADN, ensamblarlos mediante recombinación in vivo utilizando como soporte células de levadura cervecera (Saccharomyces cerevisiae, ya sabéis, el mejor amigo del hombre: también hace pan y vino, siento quitarles protagonismo a los chuchos), y luego implantar el cromosoma artificial en células de micoplasma, una bacteria simple como ella sola que tiene la ventaja para su manipulación de carecer de envoltura rígida, es decir, pared celular. Para no correr riesgos ha sintetizado el genoma de una especie de Mycoplasma y se lo ha implantado a otra. Ello lleva a que la bacteria se reprograme en cuanto recibe la nueva información genética y se comporte como la otra especie. La diferencia en la secuencia de ambos genomas es de un 10%, que no parece mucho, pero el propio Venter añade que es aproximadamente la diferencia entre un hombre y un ratón. Es un hito científico, sin duda. El mérito está en las pequeñas grandes cosas, las que escapan al debate ético. La síntesis química dirigida por ordenador de moléculas grandes de ADN puede ser horriblemente cara para los tiempos que corren, pero no sorprendente desde el punto de vista técnico. Lo asombroso técnicamente es, por ejemplo, el ensamblaje de este pequeño genoma en la levadura y su extracción y reimplantación en la bacteria. Venter y sus treinta y pico científicos de élite (de los bien pagados y considerados, toma nota, Gobierno de España) han tenido que superar unos cuantos problemas, como vencer el “sistema de restricción” que la célula tiene para eliminar ADNs extraños, una especie de mini-sistema inmune que las bacterias tienen contra los virus bacteriófagos y que ha tenido que ser neutralizado para que no se produjera un “rechazo” en el transplante de ADN. Bueno, eso y miles de pequeñas cosas que no se suelen contar una vez cantado el eureka, probablemente.
Hoy poseemos tanta información genética que abaratar este proceso para hacerlo de forma rutinaria implicaría el poder generar bacterias de diseño como churros. Por ejemplo, podemos meterles a esos genomas colecciones de genes a la carta procedentes de otras bacterias que les doten de “superpoderes” metabólicos. De hecho, lo que quiere hacer Venter es algo así como una bacteria que produzca petróleo a escala industrial. Para eso recibe una pasta gansa de Exxon. Y no es ciencia ficción. Es factible. ¿Por qué no? Quizás la principal barrera a superar será el saltar a otras bacterias más manejables (dudo que los micoplasmas, que crecen lento y son muy difíciles de cultivar, es decir, son a un superhéroe lo que Rompetechos a Spiderman, sean rentables a gran escala), con el problema de que eso supone trabajar con genomas mucho más grandes, o bien dotar a los micoplasmas sintéticos de una buena capacidad de crecimiento sobre fuentes de carbono y energía baratas.
Como nos enseñó el siglo XX, todos los hitos científicos pueden ser muy beneficiosos si se usan con buen criterio, es decir, por el bien de la humanidad y para mantener la integridad y el equilibrio del planeta. Producir energía limpia a partir de nuestra basura orgánica es útil, por ejemplo. Pero los grandes avances pueden ser devastadores si se explotan para los intereses de unos pocos, como suele venir ocurriendo. Lo que cuestionamos aquí es la dimensión ética del ser humano, como siempre. Somos capaces, sí, pero… ¿Estamos preparados? Como dijo un sabio anónimo, miedito me da. Pero, en fin, seamos optimistas… Si no tenemos fe en la humanidad no estaríamos trabajando para contribuir al progreso. A un progreso sostenible, esperemos.