martes, 17 de marzo de 2009

Darwin y el Botox


Al margen de la parafernalia darviniana con motivo del 150 aniversario de la publicación de la teoría de la evolución, me ha llamado la atención un artículo de un divulgador llamado Carl Zimmer en una revista de divulgación científica titulado “Por qué a Darwin le habría encantado el Botox”. Si revisamos a la obra de Darwin nos daremos cuenta de que el sabio británico estaba obsesionado con otros temas, distintos a su clásica afición de ofender a los creacionistas. Y uno de ellos era la expresión facial, hasta el punto de llegar a publicar un libro años después del Origen de las Especies (“La Expresión de las Emociones en el Hombre y los Animales”, que se puede leer on-line V.O.) en el que presenta con gran detalle sus observaciones sobre hasta qué punto el lenguaje de los gestos es un rasgo hereditario o adquirido mediante aprendizaje. Leyendo esta obra se descubre a Darwin como un observador minucioso, capaz de pasarse una tarde en el zoo enseñándoles espejos a los orangutanes, o estudiando fotografías del electrofisiólogo torturador Duchenne que muestran la cara de sus pacientes al recibir tal o cual calambrazo en músculos orbiculares o buccinadores, capaz de preguntar a sus amigos neozelandeses o brasileños si los nativos de por allí cuando se sorprenden abren la boca o suben las cejas, recopilando información sobre comportamiento canino y equino de las fuentes más diversas (aunque parece más seguro de las conclusiones que saca espiando a sus propias bestias que de las de eminentes zoólogos de la época), preguntando a los expertos si los leones, tigres y jaguares ronronean como los gatos… La reflexión que Darwin quería sacar a la luz con todo esto es que la expresividad de algunos mamíferos capaces de desarrollar un comportamiento afectivo ante ciertos estímulos (especialmente primates, pero también chuchos menos evolucionados) recordaba mucho a la innata en el ser humano. Darwin plantea en esta obra de manera prudente pero muy racional la frontera entre la capacidad innata de expresar emociones y la resultante del aprendizaje por imitación, poniendo ejemplos basados en el “body language” de los bebés o de personas ciegas de nacimiento. La tesis que pretendía sostener Darwin sigue vigente, aunque los neurofisiólogos de nuestros días (¿o debería llamarles neurofisiónomos?) tienen tecnología más sofisticada que permite estudiar las áreas del cerebro que se estimulan en relación con gestos y emociones. Hoy se asume que la cara de los primates, además del espejo del alma, como dicen, es un sofisticado y preciso instrumento de comunicación emocional que, como especulaba Darwin, precedió al desarrollo del lenguaje. De hecho, la evolución nos ha dotado de músculos capaces de “poner cara” a cualquier emoción según nos ha ido convirtiendo en seres capaces de desarrollar relaciones afectivas. Se ha probado experimentalmente que los primates sociales tienen más repertorio de gestos faciales que sus parientes solitarios. Parece ser que empatizamos con nuestros semejantes imitando su expresión de manera instintiva: una cara sonriente nos hace sonreír en una fracción de segundo, mientras que un gesto agresivo induce otro de rechazo. Expresiones y emociones corren en nuestra mente espontánea e inseparablemente paralelas. El Botox, como sabéis, es la toxina botulínica, un potente veneno de origen bacteriano capaz de causar una pérdida severa del tono muscular. Inyectada localmente en pequeñas dosis en ciertas regiones de la cara paraliza los músculos responsables de la expresión, lo que ha encontrado en nuestra coqueta civilización aplicaciones puramente cosméticas, es decir, ajenas a su aplicación terapéutica pero mucho más lucrativas. A unos científicos alemanes se les ocurrió hacer un experimento que a Darwin le hubiera gustado más que ver al cura más reaccionario de su parroquia anglicana comiendo plátanos colgado de una liana. Se les ocurrió escanear la actividad cerebral de unas cuantas personas sometidas a parálisis facial con la toxina ante la visión de caras tristes y cabreadas y compararlo con el de otras tantas no tratadas y, por tanto, con un tono facial normal. La conclusión del experimento es que las personas tratadas con botox, al no poder empatizar con las caras largas que se les mostraban, no estimulaban tan eficazmente como la gente normal la región cerebral llamada amígdala, el centro de las emociones. Es decir, que sienten y padecen menos y, por tanto, además de ser más inexpresivas son más felices ante la desdicha ajena. Teniendo en cuenta que millones de inyecciones de Botox son administradas anualmente en los centros de cosmética de todo el primer mundo, una conclusión precipitada puede ser que, de manera involuntaria y en aras de la búsqueda de la eterna juventud, vivimos en un mundo más feliz. Si en algo estábamos de acuerdo los evolucionistas y los creacionistas es que, sea Dios o sea la evolución, se nos ha otorgado la encomiable capacidad de expresar nuestras emociones. ¿De verdad merece la pena ir contra natura –o contra la voluntad divina- sólo por las apariencias? La respuesta a esto puede estar en otra obra darviniana, publicada un año antes que ésta: “El Origen del Hombre y de la Selección en Relación al Sexo”. En el fondo, quitarte esas arruguitas a costa de tu credibilidad como digno heredero del eslabón perdido no es probablemente sino una estrategia para atraer al sexo opuesto y perpetuar la especie. Pero eso es otra historia.