Hace unos días fui a ver la película de Amenábar, Ágora, en la que parece que el virtuoso realizador ha creado un nuevo género, basado el épico pero centrado en un tema que hasta ahora ningún cineasta que yo recuerde se había atrevido a perfilar: La Historia de la Ciencia antigua y su difícil progreso sobre el oscurantismo imperante. Pero sobre todo Amenábar utiliza el contexto histórico para advertir sobre las consecuencias del fatal enfrentamiento entre la “verdad revelada” basada en una interpretación del mundo según los dogmas religiosos escritos en los ancestrales libros sagrados y el pensamiento racional, que propone cuestionar cualquier dogma mediante la observación e interpretación de la naturaleza. A alguien le puede parecer una cuestión del pasado, vigente sólo en episodios remotos de la historia, como el que se describe en la película, pero no es así. Se trata de un problema de plena actualidad en el mundo globalizado del siglo XXI, en que ciertas doctrinas fundamentalistas se enfrentan con el libre pensamiento y la visión científica que impera en Occidente. En Ágora se recuerda asimismo que en muchas de estas visiones, especialmente las más radicales, la mujer no goza de las mismas oportunidades ni tiene opción al desarrollo de su dignidad intelectual en las mismas condiciones que el hombre. No quiero entrar en polémica sobre si el virtuoso personaje de Hipatia y su radical entorno están más o menos bien caracterizados en la película, que sin duda está bien documentada pese a las enormes incógnitas que inquietan a los historiadores sobre las circunstancias y los personajes de los últimos días de la emblemática y misteriosa Biblioteca de Alejandría. Ponerse en la piel de los sabios (y sabias) de la antigüedad, que buscaban una explicación científica al mundo y al universo sin el conocimiento que ahora tenemos es fascinante. Imaginaos un mundo sin luz eléctrica, en el que el cielo nocturno estrellado se observa con suma claridad. Los sabios de culturas antiguas leían en este cielo de estrellas fijas el paso del tiempo, la llegada de las distintas estaciones o la temporada de lluvias, conocimientos esenciales para planificar las cosechas de las que dependía su supervivencia. También conocían desde tiempos remotos el tránsito de los “errantes”, los planetas, para ellos el sol, la luna y las cinco estrellas que cambian su posición en el cielo en las proximidades de la eclíptica, es decir, a lo largo de la franja de cielo representada por las doce constelaciones zodiacales que ya conocían los Sumerios. En ausencia de referencias racionales para explicar esto surgieron explicaciones mágicas o metafísicas, se asimilaron los siete planetas a poderes de la naturaleza y a titanes o dioses (todavía llevan los nombres de los grecorromanos). De ahí la magia del número siete, los días de la semana (Luna, Marte, Mercurio, Júpiter, Venus, Saturno, Sol), los siete brazos del candelabro judío, que probablemente tiene el significado oculto de que todos los dioses son uno (¿no serían las siete tribus de Israel antiguos adoradores de estos poderes planetarios?). El mérito de Hipatia y otros astrónomos notables de la antigüedad, como Ptolomeo, fue despojar a estos fenómenos de la enorme aura mágica y metafísica a que les sometía el conocimiento de su tiempo y verlos como cuerpos celestes, simplemente. Que sus conclusiones fueran correctas científica o matemáticamente es sólo un mérito añadido a este enorme avance intelectual que generaciones posteriores volvieron a borrar durante más de un milenio. Hay una disciplina fascinante que es la arqueoastronomía o etnoastronomía, a caballo entre la arqueología, la historia de las religiones y la historia de la ciencia. Se ocupa de la ardua tarea de intentar comprender qué veían los antiguos pueblos y civilizaciones en el cielo, cómo interpretaban las constelaciones, los movimientos planetarios, y los fenómenos astronómicos en general pueblos como los antiguos babilonios, los mayas, los aztecas, los egipcios, los celtas, etc., y cómo las relacionaban con sus creencias e influían en sus costumbres. Releer mitologías y textos sagrados desde una perspectiva arqueoastronómica es simplemente apasionante. Sin necesidad de irnos a Stonehenge ni a las pirámides mayas ni a posibles interpretaciones astronómicas del crepúsculo de los dioses germánico ni la obvia conexión de la mitología griega y la de otros pueblos mediterráneos con las estrellas, en los propios textos de la religión cristiana los evangelistas pudieron introducir misterios astronómicos en su relación biográfica del gran talento espiritual de su época, Jesús, como la ubicación de su nacimiento con precisión en el solsticio de invierno, el nacimiento de un año solar, marcado desde los antiguos egipcios por la aparición de Sirius en el horizonte oriental al atardecer (la estrella de Oriente) seguida de las tres estrellas del cinturón de Orión (los tres Reyes Magos). La Última Cena, que asienta el ritual cristiano aún vigente, podría encerrar un misterio de calendario (de 12 meses, a mes por apóstol, o 13 si contamos a Jesús, el año de 13 lunaciones de 28 días, que falla por un solo día el cómputo del ciclo solar de 365 días; 12 y 13 son también números mágicos, repetidos en otras culturas, como por ejemplo en las leyendas artúricas) basado en interpretaciones astronómicas, en las que se reproducen ritos de agradecimiento o propiciación de las cosechas, el pan de solsticio de verano en los rituales de siega y el vino del equinoccio otoñal en la vendimia, típicos de los misterios religiosos de las culturas mediterráneas, sobre todo la griega. De hecho, el hermetismo de los misterios de Eleusis, que debían ser de esta índole, parece similar al de los ritos clandestinos de los primeros cristianos. Aparte de fantasear un poco, lo que quiero decir es que probablemente nuestra cultura le debe inconscientemente muchos tópicos a observaciones paracientíficas arcaicas del cielo y que si los fundamentalistas de nuestros días leyeran sus textos desde un prisma racional podrían desvelar interpretaciones científicas, metafísicas o puramente poéticas del cielo visto por los antiguos sabios que probablemente fueron sus profetas. Creerse lo que los textos dicen a pies juntillas, sean científicos, periodísticos o religiosos, sin cuestionar nada, supone una anulación del intelecto humano. Sólo tengo que lamentar que los druidas, los sacerdotes de Osiris, etc. desde su mundo mágico o la propia Hipatia desde su foco racional no tuvieran un microscopio. La Biología Celular tendría mucha más poesía.
Lo que está debajo
Hace 1 mes