martes, 8 de junio de 2010

Vida asombrosa

Les confesaré algo: son incontables los dones que el Cielo no quiso darme, pero uno de los que sí me concedió fue el del asombro. Y estoy muy agradecido por ello.

Como suele ocurrir en Biología, en este campo tampoco escapamos del binomio genética – ambiente (nature versus nurture, como dicen los anglosajones). Pero es que un servidor tuvo suerte en los dos aspectos: sin duda son genes procedentes de mi padre - un auténtico experto en eso de asombrarse ante las ciencias naturales – los que me inducen a buscar y experimentar también ese asombro; y sin duda también, fueron sus enseñanzas y su ejemplo los que, finalmente, hicieron de mí un “asombrado” incurable. Y es que el asombro ante la ciencia también puede enseñarse; y quizá no saber esto es parte del problema en nuestro sistema educativo. Pero ya me estoy yendo del tema…

Buceo con algo de esfuerzo en mi memoria, yendo más y más hacia atrás, y me veo de niño, sentado en el suelo, frente al televisor, con mi padre sentado en un sillón junto a mí fumando su pipa. Es invierno, de noche, afuera hace frío, en el salón hay poca luz. Mi madre trastea en la cocina. Mi hermano pequeño, que apenas ha aprendido a hablar, se mantiene callado ante lo que percibe como un momento que no debe ser alterado. En la televisión, un documental sobre naturaleza, seguramente biología marina. Ante mis curiosos ojos desfilan medusas de tentáculos ondulantes, seres bioluminiscentes de los fondos abisales, gigantescas ballenas, fragilísimos caballitos de mar, animales marinos que parecen plantas, plantas marinas que parecen animales… Mi padre, sólo de vez en cuando, hace breves comentarios que me facilitan la comprensión de lo que veo y de las palabras, a veces complejas, del locutor. Huele al tabaco que lentamente se consume en la pipa. No puedo apartar la vista del televisor. Estoy sintiendo, quizá por primera vez, ese asombro que es condición sine qua non para el interés por la Naturaleza; y, quizá aún más importante, esa mezcla de leve excitación y serena alegría que llamamos entusiasmo; entusiasmo ante la perspectiva de aprender algo nuevo.

Así pues, inacabable asombro ante la naturaleza e irreprimible entusiasmo por aprender más y más de ella. Quizá sean, en efecto, los dos elementos más básicos de un espíritu científico. Y es que saber produce placer, y el que no puede entenderlo se pierde una de las experiencias intelectuales y emotivas más bellas y específicas del ser humano.

Aunque los documentales de cosmología también ejercían una enorme atracción sobre mí, nada podía compararse al exuberante despliegue de la Vida en nuestro planeta. Desde muy pronto estuvo claro: amaría a la ciencia y el conocimiento por siempre, pero lo que sentía por el fenómeno conocido más fascinante del universo, la Vida, sólo podía equipararse a la pasión irrefrenable por una amante. A menudo hojeé libros antiguos de biología de mi padre, venerables tratados, ya desfasados, pero en los que, al acariciar y leer sus páginas, aún se sentía palpitar la llama del asombro y el entusiasmo de esos investigadores separados de mí por muchas décadas. ¡Cuántos años de trabajo desesperantemente lento y duro para ir arrancándole a la Vida sus secretos! Algunos de esos viejos volúmenes de contenido anticuado me acompañaron a Madrid al comenzar mis estudios universitarios; y aún siguen en mis estanterías.

Probablemente por mi forma de ser, mi algo de filósofo que se interesa por las causas primeras de las cosas, la decisión estaba cantada: si había que especializarse en algo sería en lo fundamental. Y así, células y genes fueron la causa de mis desvelos durante unos cuantos años, los que tardé en doctorarme. El asombro y el entusiasmo no me habían abandonado: poder modificar los engranajes de la vida en su nivel más básico, comenzar a entender el delicado mecanismo de relojería que hace a una célula estar “viva”… Todo era un sueño hecho realidad.

Hoy día, sigo asombrándome y entusiasmándome con el fenómeno de la Vida. ¿Qué es, en realidad? Es un polvo de átomos desperdigados por el Cosmos que acaba autoorganizándose en estructuras de cada vez mayor complejidad, con el único objetivo de autoperpetuarse en el tiempo cada vez con mayor eficacia. En efecto: en principio, es simplemente eso. Pero las estructuras surgidas como solución a este reto acabarían por alcanzar niveles de complejidad absolutamente enloquecedores, de los cuales, por el momento, la mente humana es el máximo exponente. El propio Universo, tras casi 14.000 millones de años, ha conseguido hacerse consciente en nosotros y preguntarse sobre sí mismo. Si esto no causa asombro, ya no sé qué puede hacerlo.

Es triste que el simple paso de los años disminuya la intensidad de los sentimientos de asombro y entusiasmo ante el conocimiento. En fin. No se puede luchar contra ello. Pero daría lo que fuera por volver a experimentar la agradable ansiedad de aquel niño de corta edad que veía en televisión por primera vez las criaturas de los fondos marinos abisales…

1 comentario:

VictorJCid dijo...

Vaya, estamos recurriendo a la autobiografía para intentar explicar la fascinación. Ciertamente, ¿no son nuestras propias experiencias las que forjan las emociones? ¿No es la memoria un rompecabezas de recuerdos incomprensiblemente integrado por bucles de circuitos neuronales recurrentes? La experiencia alimenta a la memoria, la memoria a las emociones... Cada emoción es un el colmo del milagro. La Vida es un milagro, pero que la Vida genere emociones es rizar el rizo del milagro.
¡Qué vértigo! Todos estos pensamientos circulando por mis diminutas neuronas y ahí fuera ese enorme vacío, apenas salpicado de estrellas.