viernes, 11 de junio de 2010

Historias de becarios. Bromuro bajo el sol (y III).

Rodrigo se abrió paso casi con violencia y les preguntó, casi gritando:
- Pero, ¿qué os ha pasado? ¿No os dejé claro que tuvierais mucho cuidado con el bromuro de etidio, que es muy peligroso? ¡Además, ni siquiera llevabais la bata puesta!
- Estábamos con Pablo – alcanzó a decir Begoña, al borde de las lágrimas -, como tú nos dijiste, y vinimos al cuarto de luz ultravioleta a ver un gel de agarosa…
- … y no sé cómo ocurrió – continuó Raquel, algo menos afectada que Begoña – pero alguien debió dejar una cubeta con tampón teñido con bromuro de etidio en esa estantería, y al abrir la puerta debimos golpearla y… ¡no sé, no sé cómo ha podido pasar!... ¡¿Y qué hacemos ahora?! ¿No decías que esta cosa es cancerígena? Además, no nos dijiste que nos pusiéramos la bata…
Rodrigo calló ante la evidencia. Había estado tan ocupado metido en sus asuntos que olvidó comentarles la regla número uno del laboratorio: trabajar siempre con la bata de laboratorio puesta. Intentó calmarse y pensar un poco. En el Departamento había poca gente a esa hora y él no era experto en sustancias tóxicas. Hizo un esfuerzo de concentración para recordar sus escasos conocimientos sobre el dichoso compuesto: el bromuro de etidio es una sustancia potencialmente carcinogénica, pero por su estructura similar a la de otras sustancias con seguridad cancerígenas se tomaban siempre muchas precauciones. Había que hacer algo rápidamente.
- ¡Lo primero, esa ropa, fuera! ¡Toda la ropa manchada por el bromuro de etidio fuera, antes de que la traspase y os llegue a la piel aún más cantidad! ¡Venga!
- Pero… estamos en camiseta… y…y no llevamos nada debajo… – balbuceó Begoña.
- ¡Chicas, no sé, qué queréis que os diga, no estamos ahora para andarnos con vergüenzas y cosas así! ¡El tiempo pasa! ¡Venga, la ropa fuera, y luego a una ducha de emergencia!
- ¿… y los pantalones también? – gimió, temiéndose la respuesta, Raquel.
- Pero, ¿os habéis visto los pantalones? ¡Están rojos perdidos! ¡Pues claro que también!
Una voz anónima, de entre el corro de mirones, exclamó:
- ¿Por qué no os ponéis el bikini?
- ¡Claro! – exclamó Rodrigo -. Hoy habéis ido a la piscina, ¿verdad? Pues venga, meteos en el baño, quitaos la ropa y salid con el bikini. ¡Pero rápido!
Begoña y Raquel obedecieron: entraron en el servicio y se embutieron en sus bikinis mientras Rodrigo ahuyentaba al grupo de mirones.
- ¡A las duchas de emergencia!
Entraron en un laboratorio con dos duchas de emergencia y Begoña y Raquel se colocaron bajo el chorro de cada una de ellas.
- Aquí tenéis jabón. ¡Frotaos bien!
Mientras las chicas casi se arrancaban la piel para eliminar todo rastro de bromuro, Rodrigo continuó pensando: recordaba que, hace años, había investigado en internet para una clase de doctorado sobre tóxicos qué se podía hacer para inactivar el bromuro de etidio; lo que encontró era bastante poco concluyente: desde universidades estadounidenses que no lo consideraban un tóxico como tal y permitían a sus investigadores manipular los genes de agarosa con las manos desnudas, hasta institutos de investigación, también en Estados Unidos, que recomendaban esotéricas mezclas con sosa cáustica o carbonatos concentrados para inactivarlo. Obviamente, no iba a aplicar sobre el cuerpo de sus pupilas sosa cáustica ni nada por el estilo; en otros lugares, se utilizaba la simple lejía como inactivante, pero una ducha de lejía después de una de bromuro de etidio tampoco parecía la opción más correcta; entonces recordó otra página web en la que se afirmaba que, en una situación de emergencia como la que estaban viviendo, unas friegas de alcohol podían ser una primera solución.
- Chicas, ya podéis salir de las duchas. Aquí tenéis una botella de alcohol. Quiero que os frotéis todas las zonas de vuestra piel que hayan estado en contacto con el bromuro de etidio, ¿de acuerdo?
Las chicas obedecieron. Parecían algo más calmadas. Rodrigo les daba seguridad, parecía que sabía lo que estaba haciendo – aunque realmente estaba improvisando sobre la marcha -. Pero Rodrigo seguía preocupado. No se quedaba tranquilo. Sacó su teléfono móvil y marcó el número del Instituto Nacional de Toxicología para pedir información. Comunicaba. Volvió a intentarlo. Seguía comunicando.
- ¿Será suficiente con esto, Rodrigo? –preguntó Begoña, algo más tranquila.
Rodrigo, preocupado, daba vueltas y más vueltas esperando que alguien atendiera su llamada. Y en uno de sus giros, quedó frente a la ventana… y tuvo la revelación. Observó a través del cristal los luminosos rayos del sol de Mayo que bañaban el exterior de la Facultad, como si fueran enviados por un poder superior para ayudarle en este trance y emitió un leve suspiro de tranquilidad.
- Chicas, tenéis que salir y que os dé el sol. La luz del sol descompone la molécula de bromuro de etidio. Por el momento, y mientras consigo que me respondan del Instituto de Toxicología, es lo mejor que se me ocurre.
- ¿Salir? Pero ¿qué dices? ¿A tomar el sol, en bikini, en las escaleras de la Facultad, en medio de todos los estudiantes que entran y salen? – exclamó, preocupada, Raquel.
La chica estaba en lo cierto. Menudo espectáculo. Pero había un remedio.
- Sí, sí, llevas razón… Mejor salimos a un sitio menos transitado. Vayamos al patio trasero de la Facultad, donde está el aparcamiento de profesores. A esta hora no debe pasar casi nadie por allí.
Las chicas se miraron, sorprendidas y bastante azoradas, pero siguieron a Rodrigo.

El director del Departamento de Biología Molecular de la Facultad, sudando copiosamente, con el nudo de la corbata aflojado, acabó de bajar de dos en dos los escalones que lo separaban del aparcamiento de profesores. No se podía creer lo que había visto desde su ventana mientras tecleaba al ordenador: las dos chicas nuevas, semidesnudas, tumbadas en el suelo y tomando el sol en el aparcamiento privado de profesores… y Rodrigo sentado junto a ellas, hablando por su teléfono móvil. ¡Sólo faltaba que estuviera encargando unas cervezas!
El director del Departamento de Biología Molecular salió al exterior y se dirigió hacia ellos, mientras se cruzaba con el catedrático de Bioquímica, que le preguntó, entre risas ahogadas, si “esas” que tomaban el sol entre la estatua “Alegoría del Conocimiento” y el Mercedes del decano no eran sus becarias nuevas.
El director del Departamento llegó hasta ellos. Las chicas se quedaron mudas de terror. Rodrigo, que por fin había conseguido comunicar con el Instituto de Toxicología, se giró y su mirada se cruzó con la de su director de tesis. Hubiera preferido que un rayo lo hubiera fulminado en ese instante. Abandonó la llamada y, haciendo acopio de valor, acertó a balbucir:
- Te lo puedo explicar.
No fue muy original. Claro, que “no es lo que parece” era su segunda opción.

Historias de becarios. Bromuro bajo el sol (II).


Rodrigo se levantó, y Raquel y Begoña, como buenos patitos – que así se les llamaba por allí a los nuevos por su costumbre de seguir a todas partes al instructor de turno – le siguieron hasta el pasillo, donde Rodrigo abrió una nevera muy grande, cogió un pequeño tubo de plástico y dijo:
- Esto es ADN.
Raquel y Begoña no lo entendían. Aquel minúsculo tubito de plástico no debía llegar a los dos mililitros de capacidad y no parecía haber nada dentro de él; pero cuando se acercaron, observaron que en el fondo del tubo había una pequeñísima cantidad de líquido translúcido.
- ¿Eso… eso es ADN? – murmuró Raquel con una mueca de incredulidad.
- ADN resuspendido en cuarenta microlitros de agua bidestilada y desionizada – replicó Rodrigo -. Y, respondiendo a tu pregunta de antes, te diré que sí, sí se puede ver. De hecho, algunas veces es absolutamente necesario poder verlo para manipularlo. Verás. Lo primero que hay que hacer es introducir la molécula de ADN en un gel de electroforesis de agarosa y… Bueno, no me pongáis esas caras, ya os explicaré detenidamente qué es eso…; por ahora basta que sepáis que es un método que sirve para separar moléculas de ADN de una mezcla en función de su tamaño (y también de su forma). Entremos al laboratorio de nuevo y os enseñaré uno de estos geles.
En el laboratorio, abandonado en una pequeña bandeja, aparecía un pequeño paralelepípedo de aspecto gelatinoso. Rodrigo lo señaló.
- Ajá. Aquí tenéis un gel de electroforesis de agarosa.
Raquel y Begoña no podían ocultar su decepción. ¿Aquella cosa con aspecto de flan aplastado y translúcido servía para separar moléculas de ADN? Sin duda, habían esperado algo más… “tecnológico”.
- Estooo - inquirió Begoña -… pero aquí no se ve nada. ¿Hay ADN dentro de esa cosa?
- Espera, espera, que no he acabado – continuó Rodrigo -. Una vez fabricado el gel de agarosa, lo bañamos en una solución muy diluida de bromuro de etidio, que es un compuesto químico que se une con facilidad a las cadenas de ADN; la gracia del asunto está en que cuando el bromuro de etidio es irradiado con luz ultravioleta emite una fluorescencia rojiza. Conclusión: si queremos visualizar el ADN bastará con que coloquemos el gel, que como véis es translúcido, bajo una luz ultravioleta: aparecerán unas bandas rojizas de ADN en todo su esplendor. ¿Queréis verlo? Tenemos una habitación preparada sólo para eso, para observar geles a la luz ultravioleta.
Rodrigo y sus pupilas salieron del laboratorio y se dirigieron al cuarto de luz ultravioleta. Pablo, un becario con ya cierta experiencia, estaba en el cuartito observando un gel de agarosa. Rodrigo animó a Raquel y Begoña a que se acercasen. Allí estaban: unas bandas rojo-anaranjadas que aparecían como por arte de magia cuando se iluminaba el gel con la lámpara de rayos ultravioleta. Rodrigo añadió:
- Y si queréis “coger” un gen determinado, como antes queríais saber, basta con que recortéis el fragmento de gel de agarosa que lo contiene, y que se ve perfectamente bajo esta luz.
Begoña aproximó su mano al gel de agarosa, intrigada por saber qué textura tenía. Rodrigo se dio cuenta cuando Begoña estaba a punto de tocarlo, y rápidamente la agarró por la muñeca y la apartó.
- Se me olvidaba, chicas. El bromuro de etidio es un agente potencialmente cancerígeno. Igual que le gusta unirse a las cadenas de ADN de los geles, puede hacerlo a las de nuestras células, provocando mutaciones, etc, etc… que pueden desembocar en una transformación tumoral. Así que, y escuchadme muy bien, siempre, absolutamente siempre, que trabajéis con bromuro de etidio, usad guantes desechables, ¿de acuerdo? Supongo que no queréis desarrollar un cáncer por una manipulación incorrecta del material de laboratorio, ¿verdad?
- Por supuesto que no – reconoció Begoña, algo inquieta por lo que había estado a punto de hacer.
- Oye, Rodrigo, ¿y qué son estas cubetas con líquido ligeramente rojizo? – preguntó Raquel.
- Ah, sí, se me olvidaba… Son las “piscinas” con solución diluida de bromuro de etidio en las que se introducen los geles de agarosa para teñir el ADN. Como veis, son ligeramente rojizas, por el bromuro. Tened mucho cuidado, no vayáis a mancharos con ellas o a volcar alguna de las cubetas…
- ¿Y por qué hay líquidos de distinta tonalidad rojiza? – insistió Raquel.
- Bueno… en primer lugar, por contener distintas concentraciones de bromuro de etidio; aunque algunas soluciones, como aquella que está junto a la ventana, son casi transparentes porque, por lo que la experiencia nos ha permitido observar, la luz del sol descompone la molécula de bromuro de etidio. Por eso lo conservamos en frascos opacos a la luz. Por cierto, que habrá que echarle la bronca al que se ha dejado aquella cubeta junto a la ventana, por el gasto inútil de bromuro de etidio… Venga, salgamos de aquí y volvamos al laboratorio.
Así lo hicieron.
- Bueno, chicas – continuó Rodrigo -, me tendréis que disculpar, pero tengo un montón de cosas que hacer. Seguro que Pablo, que como habéis visto anda liado cortando y pegando fragmentos de ADN, se puede encargar de vosotras e incluso encargaros algún trabajito para ir calentando. ¿No os importa cambiar de instructor durante un rato, mientras cabo mis asuntos?
- No hay problema – contestó Raquel.
- Gracias, Rodrigo – añadió Begoña.

Serían aproximadamente las cinco de la tarde. Rodrigo se encontraba en el laboratorio intentando compaginar su trabajo en dos ordenadores a la vez: había conseguido terminar de pulir la “Discusión” de su tesis y la estaba imprimiendo, pero el ordenador no era de una gran capacidad –las estrecheces económicas de la Universidad –y le costaba un esfuerzo ingente manejar el extenso documento de la tesis doctoral, repleto de imágenes de gran tamaño que constantemente lo bloqueaban; por ello, Rodrigo había optado por utilizar durante la impresión otro ordenador para, paralelamente, acabar la publicación destinada al Journal of Biological Chemistry y el proyecto de investigación para sus próximos dos años en el laboratorio estadounidense del profesor Russell. Varias pilas de revistas científicas y fotocopias de artículos cubrían el lugar de trabajo, y Rodrigo oscilaba constantemente de un ordenador a otro con un lápiz apoyado tras la oreja mientras garabateaba con un bolígrafo de tinta roja en unos papeles. La verdad, estaba un poco estresado. Tuvo que rehusar la propuesta de algunos compañeros del Departamento para darse un chapuzón en la piscina universitaria antes de comer – hacía un espléndido y caluroso día de mediados de Mayo, y algunos habían decidido celebrar el estreno anual de la piscina cuanto antes -. Tampoco había podido bajar a comer con el resto de colegas de la Unidad…
Repentinamente, Rodrigo oyó unos gritos en el pasillo. Después, alguien comenzó a gritar su nombre. Era Pablo, que segundos después irrumpía en el laboratorio visiblemente nervioso.
- ¡Rodrigo, son tus chicas…!
- ¿Qué? ¿Qué ha pasado?
- Me las he llevado al cuarto de luz ultravioleta para enseñarles moléculas de ADN de distintos tamaños… y se les ha derramado encima una cubeta llena de bromuro de etidio, una de las que se utilizan para teñir geles de agarosa… Vamos, que se han duchado en él… Yo me he librado de milagro…
- ¡¿Qué?! ¡Déjame pasar! – gritó, apartando a Pablo y dirigiéndose al cuarto de luz ultravioleta, de donde provenían los gritos.
Efectivamente, allí estaban, rodeadas de un grupo de curiosos que intentaban tranquilizarlas, Raquel y Begoña, con el cabello, la cara, el cuello, las manos, la ropa,… teñidas del característico – y temido – color rojo del bromuro de etidio. Estaban muy asustadas.

(continuará)

Historias de becarios. Bromuro bajo el sol (I).

El director del Departamento de Biología Molecular de la Facultad, sentado en el sillón de cuero de su despacho, tecleaba con rapidez en el ordenador. En un momento dado, se incorporó en su asiento y miró distraídamente a través del cristal de la ventana, que permitía una amplia visión del patio trasero de la Facultad, el que se empleaba como aparcamiento privado para profesores. De repente, se quedó lívido. Aunque estaba solo en su despacho, gritó a alguien inexistente:
- ¡¿Pero qué coñ...?!
El director del Departamento de Biología Molecular se levantó violentamente de su sillón de cuero y se aproximó a la ventana para tener una mejor visión de lo que ocurría. Su frente comenzaba a sudar copiosamente, como siempre que algo le alteraba en extremo. Volvió a hablar solo:
- ¡¿Qué leches está pasando ahí...?!

El director del Departamento salió rápidamente de su despacho dando un fuerte portazo y bajó de dos en dos los escalones que conducían al aparcamiento mientras se aflojaba nerviosamente el nudo de la corbata.

Exactamente nueve horas antes, a las ocho y media de la mañana, Rodrigo atravesaba a gran velocidad la puerta del Departamento dirigiéndose hacia el laboratorio en el que había pasado los últimos cuatro años de su vida y donde le esperaba un día denso como pocos; lo sabía, y por eso, cuanto antes comenzara, mejor. Cuando pasó por delante de la puerta entrecerrada del despacho del director, oyó su voz, esa voz suave pero firme, que desde que era estudiante de la carrera le había inspirado muchísimo respeto y que, de hecho, aún seguía provocándoselo.
- Rodrigo, ¿puedes venir un momento?
Ese tono... Rodrigo intuyó que la lotería de los marrones había sido sorteada y una vez más, le había tocado... “Esperemos que no, porque con el día que tengo, no sé de dónde voy a sacar el tiempo”, pensaba mientras recolocaba en su lugar correspondiente una parte de su camisa que se había salido de su encierro bajo el pantalón – el director era un buen tipo, pero tenía sus manías excesivas, como la de mantener exageradamente las formas, en la ropa y en la actitud-. Rodrigo carraspeó levemente y entró en el despacho.
- Buenos días.
- Ven, Rodrigo, siéntate; estas son Raquel y Begoña. Son alumnas de quinto curso de la carrera y han solicitado una beca de colaboración en el Departamento para iniciarse en la investigación.
Rodrigo confirmó su fatal intuición: “Diosss, hoy no, hoy no, con todo lo que tengo que hacer y me van a colgar dos patitos para que me sigan a todas partes...”, pensaba mientras saludaba a las nuevas adquisiciones con un par de besos. El director del Departamento comenzó a desarrollar brevemente el currículo de cada una de las jóvenes aprendizas: matrículas de honor, cursos,... Rodrigo no conseguía atender. No hacía más que pensar en cómo reorganizarse el día: por un lado, tenía que terminar de pulir algún apartado de su tesis doctoral y tenerla lista antes de esa noche, porque quería llevarla a encuadernar en el mismo día; por otro lado, estaba la publicación para la revista Journal of Biological Chemistry; en ella contaba los últimos hallazgos de su tesis, pero la revista había condicionado su aceptación para ser publicada a que en un plazo de tres meses se realizaran un par de experimentos adicionales; Rodrigo había finalizado ya los experimentos solicitados, había reescrito la parte correspondiente del artículo científico y sólo le restaba pulir el inglés, pero eso llevaba su tiempo, y el plazo impuesto por la revista terminaba al día siguiente; y por último, como tras defender la tesis doctoral deseaba marcharse unos años al laboratorio del profesor Russell, en Estados Unidos, tenía que proponer un proyecto de investigación para una estancia de dos años y enviárselo a Russell por correo electrónico antes de que terminara la semana; con todo esto, Rodrigo no se hacía ilusiones: no se marcharía a casa antes de las once de la noche. Pero con dos discípulas novatas añadidas, ya podía prepararse para pasar la madrugada entre matraces...
-... y he pensado que tú podrías introducir a Raquel y Begoña en esto de la biología molecular.
- Por supuesto… ningún problema … yo me encargo... Lo que no sé es si podré con todo: acabar con la tesis, la publicación para el Journal, el proyecto para Russell...
- Un casi doctor como tú seguro que puede – sentenció el director pensando ya en otra cosa.
Rodrigo se levantó y con él Raquel y Begoña, muy modositas, muy calladas, mirándolo todo con una mezcla de curiosidad y respeto. Cuando atravesaban la puerta, el director llamó de nuevo su atención.
- Perdonadme un momento, Raquel, Begoña,... Es una cuestión que os parecerá intrascendente, lo sé, pero a la que yo le doy importancia. Me he fijado en que Begoña utiliza unos pantalones vaqueros que parecen... no sé... rotos en su parte de abajo... y que arrastran... Y luego el piercing de Raquel... No quiero hacer el papel de vuestro padre, pero creo que es importante que os diga que en este Departamento intentamos mantener una cierta formalidad, o al menos discreción, en la forma de vestir. Somos un grupo de investigación importante, a menudo nos visitan científicos ilustres de diversos países, por no decir los contactos que tenemos con la industria farmacéutica... Creo que me entendéis... Debemos mantener una imagen seria, que corresponda con el trabajo que aquí se hace...
Raquel y Begoña, bastante sorprendidas ante aquella apología de lo políticamente correcto, asintieron sin pronunciar vocablo alguno mientras abandonaban el despacho. Rodrigo llevaba oyendo ese sonsonete cuatro años y sabía que no era para tanto; él siempre iba a trabajar en deportivas y nadie le replicaba, pero recordaba muy bien su primer año como becario de investigación, en el que el enorme respeto que su director le producía había conseguido que, tras años de calzado deportivo, se comprara por fin unos zapatos. Sonrió al recordarlo y tranquilizó a sus discípulas:
- No le hagáis demasiado caso. Siempre cuenta lo mismo. Es un buen tipo, pero tiene sus manías. Dentro de un rato se le habrá olvidado lo que os ha dicho. En fin, chicas, seguidme. Vamos para mi “despacho”. Allí charlaremos con más tranquilidad.
El “despacho” de Rodrigo era una pequeña mesa de oficina por la que parecía haber pasado un tornado: fotocopias de artículos científicos en inglés, apuntes de experimentos a medio hacer, varias libretas gruesas con sus hojas repletas de fotografías de microscopía electrónica, fórmulas y cálculos que Raquel y Begoña no se atrevían a intentar descifrar... El laboratorio entero era un pequeño caos ordenado, un acúmulo de muchas pequeñas mesas de oficina como la de Rodrigo rodeando a la parte principal del laboratorio: las mesas para el trabajo “de manos” (o “poyatas”, como normalmente se las nombraba). Cada poyata, a su vez, era un microcosmos de botes de vidrio rellenos con líquidos de variados colores, tubos de ensayo, placas Petri, minúsculos tubos de plástico con una pequeña tapa incorporada – los tubos eppendorfs, los más usados en el mundillo biológico-molecular -, y unas diez personas concentradas en sus respectivos experimentos mientras como música de fondo se oía, a un volumen bajo, la emisora de los “40 principales”. Rodrigo tomó asiento en su silla – adoraba su silla, era muy cómoda; la había conseguido en unos laboratorios que habían cerrado y antes avisaron de que iban a tirar a la basura todo su mobiliario- y sus discípulas le imitaron en sendos taburetes.
- Como hoy es vuestro primer día, creo que, mejor que poneros a hacer experimentos como locas y sin saber lo que hacéis, prefiero que me preguntéis lo que queráis: del Departamento, de lo que hacemos aquí, de si habéis pensado bien esto de ser investigadoras o quizá necesitáis un examen psiquiátrico – Rodrigo sonrió y las chicas rieron.
- Vale, empiezo yo – se animó Begoña -; me parece increíble esto de trastear nada menos que con genes: ¿cómo coges un gen de aquí, lo pones allí, lo mutas, le haces perrerías,…? ¡Si no los “ves” ni los puedes “coger”…! ¿Cómo se hace eso?
- Bueno, bueno, lo mejor es ir al grano, ¿verdad? Seguidme y os lo explicaré.

(continuará)

martes, 8 de junio de 2010

Vida asombrosa

Les confesaré algo: son incontables los dones que el Cielo no quiso darme, pero uno de los que sí me concedió fue el del asombro. Y estoy muy agradecido por ello.

Como suele ocurrir en Biología, en este campo tampoco escapamos del binomio genética – ambiente (nature versus nurture, como dicen los anglosajones). Pero es que un servidor tuvo suerte en los dos aspectos: sin duda son genes procedentes de mi padre - un auténtico experto en eso de asombrarse ante las ciencias naturales – los que me inducen a buscar y experimentar también ese asombro; y sin duda también, fueron sus enseñanzas y su ejemplo los que, finalmente, hicieron de mí un “asombrado” incurable. Y es que el asombro ante la ciencia también puede enseñarse; y quizá no saber esto es parte del problema en nuestro sistema educativo. Pero ya me estoy yendo del tema…

Buceo con algo de esfuerzo en mi memoria, yendo más y más hacia atrás, y me veo de niño, sentado en el suelo, frente al televisor, con mi padre sentado en un sillón junto a mí fumando su pipa. Es invierno, de noche, afuera hace frío, en el salón hay poca luz. Mi madre trastea en la cocina. Mi hermano pequeño, que apenas ha aprendido a hablar, se mantiene callado ante lo que percibe como un momento que no debe ser alterado. En la televisión, un documental sobre naturaleza, seguramente biología marina. Ante mis curiosos ojos desfilan medusas de tentáculos ondulantes, seres bioluminiscentes de los fondos abisales, gigantescas ballenas, fragilísimos caballitos de mar, animales marinos que parecen plantas, plantas marinas que parecen animales… Mi padre, sólo de vez en cuando, hace breves comentarios que me facilitan la comprensión de lo que veo y de las palabras, a veces complejas, del locutor. Huele al tabaco que lentamente se consume en la pipa. No puedo apartar la vista del televisor. Estoy sintiendo, quizá por primera vez, ese asombro que es condición sine qua non para el interés por la Naturaleza; y, quizá aún más importante, esa mezcla de leve excitación y serena alegría que llamamos entusiasmo; entusiasmo ante la perspectiva de aprender algo nuevo.

Así pues, inacabable asombro ante la naturaleza e irreprimible entusiasmo por aprender más y más de ella. Quizá sean, en efecto, los dos elementos más básicos de un espíritu científico. Y es que saber produce placer, y el que no puede entenderlo se pierde una de las experiencias intelectuales y emotivas más bellas y específicas del ser humano.

Aunque los documentales de cosmología también ejercían una enorme atracción sobre mí, nada podía compararse al exuberante despliegue de la Vida en nuestro planeta. Desde muy pronto estuvo claro: amaría a la ciencia y el conocimiento por siempre, pero lo que sentía por el fenómeno conocido más fascinante del universo, la Vida, sólo podía equipararse a la pasión irrefrenable por una amante. A menudo hojeé libros antiguos de biología de mi padre, venerables tratados, ya desfasados, pero en los que, al acariciar y leer sus páginas, aún se sentía palpitar la llama del asombro y el entusiasmo de esos investigadores separados de mí por muchas décadas. ¡Cuántos años de trabajo desesperantemente lento y duro para ir arrancándole a la Vida sus secretos! Algunos de esos viejos volúmenes de contenido anticuado me acompañaron a Madrid al comenzar mis estudios universitarios; y aún siguen en mis estanterías.

Probablemente por mi forma de ser, mi algo de filósofo que se interesa por las causas primeras de las cosas, la decisión estaba cantada: si había que especializarse en algo sería en lo fundamental. Y así, células y genes fueron la causa de mis desvelos durante unos cuantos años, los que tardé en doctorarme. El asombro y el entusiasmo no me habían abandonado: poder modificar los engranajes de la vida en su nivel más básico, comenzar a entender el delicado mecanismo de relojería que hace a una célula estar “viva”… Todo era un sueño hecho realidad.

Hoy día, sigo asombrándome y entusiasmándome con el fenómeno de la Vida. ¿Qué es, en realidad? Es un polvo de átomos desperdigados por el Cosmos que acaba autoorganizándose en estructuras de cada vez mayor complejidad, con el único objetivo de autoperpetuarse en el tiempo cada vez con mayor eficacia. En efecto: en principio, es simplemente eso. Pero las estructuras surgidas como solución a este reto acabarían por alcanzar niveles de complejidad absolutamente enloquecedores, de los cuales, por el momento, la mente humana es el máximo exponente. El propio Universo, tras casi 14.000 millones de años, ha conseguido hacerse consciente en nosotros y preguntarse sobre sí mismo. Si esto no causa asombro, ya no sé qué puede hacerlo.

Es triste que el simple paso de los años disminuya la intensidad de los sentimientos de asombro y entusiasmo ante el conocimiento. En fin. No se puede luchar contra ello. Pero daría lo que fuera por volver a experimentar la agradable ansiedad de aquel niño de corta edad que veía en televisión por primera vez las criaturas de los fondos marinos abisales…

Freaks de la Biología (y II): La hipótesis (errónea) más grande de la Historia

Francis Crick se limpió con una servilleta, se incorporó, y se dirigió hacia una amplia pizarra con aspecto de no haber sido usada en mucho tiempo:
- Bien, amigos, no os torturaré más con la espera. Vamos al meollo del asunto. Que no es otro que el desciframiento del código genético.
- Venga ya…
- ¿Nos estás diciendo que has descifrado el código, tú solo?
- ¿Es otra de tus payasadas, Crick?
- Amigos, por favor – intercedió Watson, – dejémosle terminar.
- Gracias, Jim – prosiguió Crick -. Nuestra pregunta es: ¿cuál es la relación entre la secuencia aparentemente arbitraria de adeninas, guaninas, citosinas y timinas en el ADN y la secuencia básica lineal de una proteína concreta? Como todos sabéis, se podría pensar, en primer lugar, que cada base nitrogenada correspondiera a un aminoácido: por ejemplo, A podría “significar” alanina, T, arginina, G, asparagina y C, ácido aspártico; de esta forma, la secuencia de ADN AGCTGG se traduciría en una pequeña proteína (un péptido, para hablar con propiedad) con la secuencia alanina – asparagina - ácido aspártico – arginina – asparagina - asparagina. Resulta obvio que este modelo es insuficiente: ¡nos faltan aún dieciséis aminoácidos que codificar en el ADN! Hagamos un nuevo intento: ¿y si son dos bases nitrogenadas consecutivas las que “significan” un aminoácido? Podemos calcular cuántas combinaciones de dos bases nitrogenadas se pueden obtener: en estricto lenguaje matemático, no son combinaciones, sino las variaciones con repetición de cuatro elementos tomados de dos en dos, es decir, 42, por tanto, dieciséis. ¡Nos siguen faltando cuatro aminoácidos! Pero no nos rindamos: ¿y si cada aminoácido fuera codificado no por una, ni dos, sino por tres bases nitrogenadas? Veamos… las variaciones totales serían 43, es decir, sesenta y cuatro. Mucho mejor. Ahora podemos obtener los veinte aminoácidos… ¡pero ahora nos sobran cuarenta y cuatro combinaciones! Es, coincidiréis conmigo, una pequeña pesadilla... Sigamos pensando, pues. Quizá cada aminoácido pueda ser codificado por más de una tríada de bases; por ejemplo, GAT, CGT y, digamos, TGA podrían significar, los tres, el aminoácido arginina. Es posible. Sin embargo, un código de este tipo, “degenerado”, a mi entender está bastante alejado de la elegancia con la que la Naturaleza resuelve sus retos: excesiva confusión, poca economía… Y ahora llega mi hipótesis; es sencilla: tan sólo veinte de esas sesenta y cuatro posibilidades son realmente útiles. Me entenderéis enseguida. Inventemos una porción de código genético completamente arbitraria; con diez tripletes de bases será suficiente para mi ejemplo:

ATG - Arginina
AGA - Leucina
AGC - Asparagina
ACA - Metionina
TGA - Prolina
TGT - Serina
CAG - Valina
GAC - Glicina
GTG - Isoleucina
GAG - Treonina

Y ahora imaginemos una secuencia muy corta de ADN: ATGTGACAGAGC. Por supuesto, el mecanismo que posee la célula para la lectura de esta secuencia - y la consiguiente fabricación de la proteína codificada en ella - interpretará la sucesión de bases como ATG TGA CAG AGC que, como todos podéis apreciar claramente, corresponde al péptido arginina – prolina – valina – asparagina. Sencillo, ¿verdad? Pero, ¡amigos míos!, no olvidemos que nos movemos en la vieja y querida Biología, no en las exactas e inefables Matemáticas: en los procesos biológicos pueden cometerse errores. Imaginad que el mecanismo de lectura comienza la secuencia obviando, por error, la primera base; leería algo diferente: A TGT GAC AGA GC, que corresponde al péptido serina – glicina – leucina, muy diferente al anterior. ¿Y si el mecanismo de lectura se equivocara en dos bases? Tendríamos AT GTG ACA GAG C, que corresponde a isoleucina – metionina - treonina. Evidentemente, la célula no puede permitirse, al cometer estos pequeños errores de lectura, que se produzcan tales catástrofes en la proteína resultante. La Naturaleza no puede ser tan chapucera. Tiene que haber otra solución… Debemos seleccionar veinte tríadas que hagan imposible, de manera automática, que se produzcan errores como los que os he mostrado. O, dicho de otro modo, tenemos que excluir todos los tripletes que se puedan interpretar mal si se comienzan a leer por el lugar equivocado. Parece más fácil decirlo que hacerlo, ¿verdad? Pero comprobaréis que no es complicado: en primer lugar, vamos a eliminar las posibilidades AAA, TTT, GGG y CCC, que son las que, obviamente, pueden resultar más confusas; y, a continuación, repartiremos el resto de los tripletes en grupos, de tal forma que cada grupo contenga tres tripletes con las mismas bases siguiendo un mismo orden rotatorio. Por ejemplo, ATG, TGA y GAT. Quedará algo así:

AAT, ATA, TAA
ATG, TGA, GAT
AGC, GCA, CAG
TCG, CGT, GTC
AAC, ACA, CAA
ACT, CTA, TAC
AGG, GGA, GAG
TGC, GCT, CTG
AAG, AGA, GAA
ACC, CCA, CAC
TTC, TCT, CTT
TGG, GGT, GTG
ATT, TTA, TAT
ACG, CGA, GAC
TTG, TGT, GTT
CCG, CGC, GCC
ATC, TCA, CAT
AGT, GTA, TAG
TCC, CCT, CTC
CGG, GGC, GCG

Y ahora, amigos… la magia: seleccionad tan sólo un triplete de cada grupo, dándole valor codificador de un aminoácido, y considerad que el resto de tripletes del grupo no tiene sentido, es decir, no “significan” ningún aminoácido. Haced la prueba, escoged como útil, por ejemplo, el primer triplete de cada grupo y fabricad una cadena de ADN a partir de, por ejemplo, los tripletes útiles de los primeros cinco grupos: AAT AAC AAG ATT ATC; si hay un error en la lectura y el mecanismo obvia una base, leerá A ATA ACA AGA TTA TC que, como podéis comprobar en la tabla, no tiene sentido y no codifica para ninguna proteína errónea. Si el mecanismo saltase dos bases, tendríamos AA TAA CAA GAT TAT C, que, de nuevo, no tiene sentido…
- Entonces… ¿tan sólo un triplete de cada grupo puede sobrevivir en el código?
- Exactamente. Y ahora, hacedme el favor de contar cuántos tripletes con sentido tendría nuestro código…
- Uno de cada grupo… Veinte… ¡Veinte! ¡Los veinte aminoácidos!
- ¡Es cierto!
- En realidad – continuó Crick - no es tan sencillo como he intentado que pareciera, y mi ejemplo ha sido, lo reconozco, bastante burdo. Para ser sincero, os confesaré que la elección de un triplete en cada grupo condiciona la elección de los siguientes, hecho que lo complica todo… Y, además, no existe un único código genético posible, sino muchos; he realizado los cálculos matemáticos necesarios y las posibilidades totales son doscientas ochenta y ocho, de las cuales tan sólo una habrá sido la elegida por la Naturaleza, pero…
- ¡… pero eso ya queda para los experimentadores, Crick! ¡Tú has descubierto la filosofía interna del problema! – exclamó un Feynman al borde de la lágrima.
- Lo reconozco: te has superado – admitió, entre admirado y derrotado, Delbrück.
- Te odio - reconoció Watson -. Todos te odiamos. Eres un jodido superdotado.

Sin embargo… Crick se equivocó. En el Congreso de Bioquímica de Moscú de 1961, Marshall Niremberg describió su diáfano experimento: había añadido un ARN constituido únicamente por uracilos (UUUU…; el uracilo en el ARN es el equivalente a la timina – T – en el ADN) a un sistema de ribosomas desprovisto de células. La proteína que se formó tan sólo contenía un tipo de aminoácido: fenilalanina. Se acababa de descifrar la primera palabra del código genético: el triplete UUU (o en ADN el TTT) significaba fenilalanina. Y si un triplete tan “confuso” como UUU tenía sentido para la célula, la charla de Niremberg era el primer clavo en el ataúd de la hipótesis de Crick.
La Naturaleza no parecía temer a la confusión: se decantaba por un código en el que, después de todo, quizá todas o casi todas las combinaciones de tres bases podrían tener sentido y, por ello, estaba más sujeto a los errores que cinco años atrás describiera Crick ante el Club de la Corbata de ARN. Francis Crick había errado el tiro por primera vez. Pero, incluso en el error, seguía dejando patente su brillantez: su código genético era, en algún sentido, más elegante, más práctico, mejor, en suma, que el de la propia Naturaleza.
Años más tarde, en el creciente mundo del ADN, la idea genial de Francis Crick sería conocida como la hipótesis (errónea) más grande de la Historia.

Freaks de la Biología (I): De corbatas y ARN

James Watson estudiaba las gotas de lluvia que resbalaban en el cristal de la ventana, discurriendo por caminos sinuosos e impredecibles, sin repetir nunca un trayecto... Más allá se intuía la campiña inglesa, intensamente verde y apacible, sin duda empapada del olor de la tierra mojada… ¿Cuánto hacía ya? Más de tres años desde que abandonó el Laboratorio Cavendish e Inglaterra para incorporarse a la Universidad de Harvard, en Estados Unidos. Volvía a su mundo - a fin de cuentas, era americano -, pero los escasos años en Cambridge habían sido intensos en todos los sentidos; a la cabeza, por supuesto, las chicas inglesas; seguidas de cerca por el descubrimiento de la estructura de la molécula de ADN, que compartió con Crick, y cuyo eco resonaba cada vez con más fuerza en los mentideros científicos como trabajo candidato al Premio Nobel…
Watson emergió de sus recuerdos. Estaba de vuelta en el Laboratorio Cavendish, y parecía que nunca se había marchado. Todo seguía igual. Dejó de observar la lluvia y depositó la mirada en el magnífico salón de estilo victoriano en el que se encontraba. Aquellos muebles de madera vieja y crujiente; la araña de cristal del techo, con su pátina de polvo; la chimenea encendida, presidiendo la estancia para ayudar a combatir el frío de noviembre…
- Ah, Jim, ya estás aquí. Un yankee de puntualidad británica, no dejas de sorprenderme – pronunció una voz alegre, con un fuerte acento ruso.
- Hola, George, no te había oído entrar – respondió Watson -. ¿Ya habéis llegado? Pasad, pasad,…
Watson avanzó hasta la puerta y la abrió de par en par. Fuera aguardaba un grupo de personas sonrientes que se abrazaban y daban la mano, como viejos amigos que hiciera tiempo que no se vieran. Watson se unió al grupo y a los efusivos saludos y a continuación invitó a todos a entrar en el salón y a ocupar posiciones alrededor de la gran mesa dispuesta cerca de la chimenea. Mientras esto ocurría, un pequeño ejército de camareros tomó la estancia y depositó a diestro y siniestro docenas de tazas de te, café, teteras, cafeteras y numerosas bandejas repletas de pastas y sándwiches en equilibrio inestable. Mientras servía el té y el café, el personal de servicio no pudo dejar de observar, intrigado, un peculiar rasgo indumentario de todos los presentes: sin excepción, vestían corbata de extraño diseño, semejante a una espiral que se desplegaba ocupando toda la longitud de la corbata y a cuyos lados aparecían extraños polígonos, que a algún camarero le recordaron las fórmulas químicas que alguna vez llegó a atisbar en las pizarras del Cavendish; por descontado que ninguno de ellos había contemplado en su vida una corbata así, y menos aún que todos los asistentes a una reunión coincidieran a la hora de elegirla. La camarera de mayor edad se percató de que, además, las iniciales grabadas en los alfileres de las corbatas no parecían coincidir, como era de esperar, con los nombres de sus dueños; al menos era el caso del profesor Watson, (PRO no tenía nada que ver, a primera vista, con “James D. Watson”).

Mientras el servicio abandonaba el salón, la vieja camarera, cargada de razón, sentenció:
- En este sitio siempre han estado todos como cabras.
El Club de la Corbata de ARN había sido fundado por James Watson y el físico ruso George Gamow con un único fin: descifrar el código genético; o, dicho de otra forma, comprender cómo la sucesión aparentemente azarosa de cuatro compuestos químicos conocidos como bases nitrogenadas (adenina, guanina, uracilo y citosina) a lo largo de una molécula de ARN es capaz de portar la información necesaria para la síntesis de una proteína concreta. Dado que todas las proteínas en los seres vivos se constituyen a partir de tan sólo veinte componentes - conocidos como aminoácidos - se da el caso de que una secuencia lineal de cuatro elementos- A, G, U, C - se traduce en una nueva secuencia lineal de veinte elementos. ¿Qué regla escondida rige este proceso? El reto era tan emocionante que a él respondieron científicos de distintas disciplinas. El propio cofundador del Club, George Gamow, era cosmólogo, además de uno de los tipos más excéntricos y chistosos que uno pudiera imaginarse. Una de sus bromas había llegado a ser mundialmente conocida: en un artículo publicado en 1948, Gamow razonaba la abundancia relativa de cada elemento químico presente en el universo relacionándola con los procesos termonucleares que habían tenido lugar en las primeras fases del Big Bang. Había llevado a cabo la investigación junto a su alumno Ralph Alpher. Cuando el trabajo estaba a punto de ser remitido a una revista científica, Gamow decidió incluir también entre los autores el nombre de su amigo Hans Bethe - eminente físico teórico, sin duda, pero que no había contribuido ni en una coma al artículo - para que los autores resultaran ser finalmente Alpher, Bethe y Gamow. Para mayor regocijo de Gamow, el artículo se publicó el Día de los Inocentes. En el mundillo astrofísico se le conocía como el artículo αβγ.
El peculiar sentido del humor del físico ruso tenía que dejarse notar en su nueva afición por la biología. Junto con Watson había acordado que el número de socios del Club de la Corbata de ARN se redujera a veinte, uno por cada aminoácido, y que fuera de obligado cumplimiento asistir a las reuniones ataviado con aquella ridícula corbata que él mismo se ocupó en diseñar. Gamow también encargó la fabricación de alfileres de corbata específicos de cada aminoácido: en cada uno aparecía grabada la abreviatura de tres letras que se usa normalmente para designar los aminoácidos, y cada miembro era responsable de estudiar con especial ahínco su alter ego aminoacídico. Watson vestía el PRO (del aminoácido prolina) y Gamow el ALA (de alanina).
No dejaba de ser significativo que la mayoría de los científicos interesados por el desciframiento del código genético cupiera en un club de tan sólo veinte socios. Entre otros miembros de relevancia se encontraban el físico cuántico Richard Feynman, el cristalógrafo Max Delbrück, el químico Erwin Chargaff, y nombres que comenzaban a respetarse en el mundo científico como Gunter Stent, Leslie Orgel, o Sydney Brenner.
Y, por supuesto, Francis Crick.
Pero Crick no había llegado aun. Y aquél día su presencia era fundamental.
- ¿Dónde está Francis? – preguntó con acusado interés Delbrück (triptófano), uno de los mayores expertos en difracción de rayos X de Inglaterra.
- Siempre llamando la atención. Si no es con sus alocadas teorías, tiene que ser haciéndose esperar – comentó Chargaff (lisina), en cuyas investigaciones sobre la química del ADN se basaron Watson y Crick para su modelo de la doble hélice.
- Espero que lo que tenga que decirnos hoy sea verdaderamente importante. ¡Me he escapado del Congreso de Física Cuántica de Londres para venir a esta reunión improvisada! Aunque… bueno, a quién quiero engañar, ¡era un congreso horriblemente aburrido! – reconoció Feynman (glicina), una de las mentes más originales de la física del momento, despertando la sonrisa general.
- Tranquilo, Richard – dijo una voz desde la puerta - : lo que os voy a contar hará palidecer esas teorías sobre electrones fantasmagóricos de las que tan orgullosos estáis.
Por supuesto, se trataba de Francis Crick, que sonreía y miraba a todos con su típica expresión mezcla de superioridad y sarcasmo. Todos se levantaron para saludarle amistosamente y, acto seguido, se abalanzaron sobre las montañas de sándwiches y los castillos de pastas.

(continuará)